Derek Raymond (Revista Prótesis – 2016)
Basta una invitación para elegir a un raro entre tus detectives raros preferidos, para que uno entra de inmediato en una cábala de posibilidades como una especie de cubo de Rubik: Especulas con Ross McDonald, que aparece envuelto en una sensual y sugerente calina californiana y te mira fijamente mientras permaneces cavilando, lees dos novelas más de su larga y prolija saga, ¿es Lew Archer?
Te preguntas por qué tu mente descarta casi inmediatamente a los autores y detectives anteriores a la segunda guerra mundial, por qué solo pones en hora el reloj de tus elucubraciones a partir de ese momento. Piensas en cómo ciertas obras de Hammett y Chandler presagian el advenimiento de la guerra y ofrecen una explicación alternativa. En el Hammett de 1936, después de varios años trabajando para la agencia Pinkerton, la Orden de Malta vuelve a enviar el ominoso halcón maltés que durante siglos ha sido presagio de espantosas hostilidades; Chandler pinta en “Adiós Muñeca” una radiografía de la ciudad de los Ángeles en vísperas del primer bombardeo sobre Tokio y muestra finamente, por debajo del conflicto de fondo, la importancia de los bonos de guerra como factor que ha influido en la entrada de Estados Unidos en el conflicto. Piensas en Jim Thompson y su militancia en el partido comunista durante los años de Oklahama. Ross McDonald ofrece una extraña panorámica. Piensas en Ross McDonald leyendo en su cuarto de universidad “El halcón maltés”, ajustando las frecuencias de Hammett para concebir una figura, Archer, que le ayudará a recorrer cuatro décadas de vida norteamericana, con la elegancia literaria de un Stevenson traspasado al siglo veinte, y un vago sabor de tragedia griega.
La última novela de McDonald, “El martillo azul” es de 1983 y con ella se cierra hasta cierto punto el ciclo de la narrativa clásica norteamericana. Mi punto de partida empieza ahí, dibujándose contra el paisaje del país de Derek Raymond en el sur de Francia: un país titánico, a unos 100 kilómetros al norte de Montpellier. Volvía de entregar en Barcelona la traducción de una novela escrita por una de las autoras británicas que se declaran herederas de Derek Raymond, me detuve en un aire de servicio en mitad de la tarde, y de pronto allí en Tarnes todo olía la presencia de Raymond, la vastedad de la tarde, las profusas colinas moteadas bajo inmensos juegos de luz y sombra. Al cabo de un café, poco antes de acceder al viaducto, pasé Millaud. En algún lugar debía estar el torreón donde había vivido más de una década, escrito algunas de las mejores novelas negras del siglo, trabajado duramente como jornalero agrícola. En una calle empinada de Rodez, detrás de la catedral, me encontré con un oscuro callejón que preserva su nombre: “impasse Derek Raymond”. Acudo aquí, pues, como alguien que se quedó perdido en el callejón Derek Raymond, y propongo convocar su presencia en este número. No sé muy bien qué quiere decir “raro”, ni si la connotación es positiva o negativa, pero original sin duda lo es: Derek Raymond es autor de algunas de las novelas más raras y originales del género.
La novela negra le dio a Derek Raymond una segunda vida como escritor, hasta cierto punto le permitió reescribir los libros que había dejado atrás, antes de su hiato vital en Francia. Consiguió encapsular en el género tanta energía como había vertido en los años 60.
Es literatura negra también, aun cuando no juegue con características del género. Conocía ya uno de esos potentes libros del primer Raymond: su orwelliano y fascinante “A state of Danemark”, historia de un periodista inglés auto exiliado en Italia tras combatir desde su diario la emergencia de un dictador fascista en Gran Bretaña, ya en Italia declara anarquista a la pequeña comunidad toscana de Roccamaritima, y la escinde de Italia. Podría parecer sumamente inverosímil pero en realidad es un relato autobiográfico. The Crust on Its Uppers (Crema inglesa), Private Parts and Public Places, Bombe Surprise y State of Denmark constituyen una anatomía exhaustiva de los sesenta y de los parámetros de la criminalidad durante esa década que Raymond atravesó como traficante de obras robadas (en Amsterdam), taxista, contrabandista de vehículos procedentes de Gibraltar en España, y casi lexicógrafo del cockney londinense en su primer libro hoy de culto, The Crust on its Uppers, que Anthony Burgess admiró, y en el que se inspiró en parte para su Naranja Mecánica. Cuando aún firmaba como Robin Cook, Raymond (que tomó este segundo nombre para desmarcarse del autor de best sellers médicos), se afianzaba como el mejor heredero de Orwell y como el novelista que, por encima del desprecio de la crítica, reflejaba a través de sus políticos fascistas, sus chulos, sus buscavidas y sus chaperos todo un periodo con una riqueza de matices y una profusión verbal inigualables. Más tarde diría: “gente como Kingsley Amis ocupaba el ascensor de subida, yo tenía todo el ascensor de bajada para mí solo”.
La fidelidad de François Guérif, director de la Série Noire, para con Cook es duradera. Ha transitado y recorrido con él la inmensidad de ese ascensor de bajada. Mientras quien esto escribe recorría en una incipiente tarde primaveral el Callejón Derek Raymond en Rodez, se imprimía en Francia la traducción de otro de los libros esenciales del Raymond anterior a la época negra: “Legacy of the stiff upper lip”.
Si hay un equivalente del corazón al desnudo, el sueño literario de Baudelaire, es este hipnótico libro, donde la azarosa vida de Raymond encuentra su plasmación en literatura. Y es mejor escucharla de boca del propio Raymond, transmutado en la obra en Georges Breakwater, treinta y tres años, marginal sin empleo, vástago de una familia rica, ex alumno de la prestigiosa facultad de Eton, condenado a una multa de cincuenta libras por atentado al pudor. Firmemente incitado por el magistrado a consultar a un psiquiatra, Breakwater revelará grandes jirones de su pasado, y en un vertiginoso y existencialista monólogo, la esencia de la clase social de la que procede, y que rechaza y condena violentamente. Según Guérif, “un relato en gran medida autobiográfico que ayuda a comprender la génesis de este gran autor rebelde que fue Robin Cook: estupidez y crueldad de la alta clase británica, injusticia, violencia social y psicológica”. El diálogo en el que Breakwater habla con su psicoanalista, la señora Zonderzeit, es magmático, hipnótico. Hace pensar en Malcolm Lowry, pero es más vasto que Lowry. Se oye el transcurrir de su infancia en los años 30, suena la guerra de España entre los edredones, las campanillas, el entrechocarse de los tenedores y las cucharas de una mansión adinerada, todos los misterios de la infancia. El despertar del sexo es brutal en las praderas de Eton es brutal y multiforme. Es también el libro en el que Raymond mejor relata su larga y tormentosa relación con España. Inolvidable el capítulo espectral, buñueliano, en el que visita las Hurdes (su novia en la época del tráfico de vehículos de contrabando era de Salamanca), y sus páginas salmantinas dan toda la medida de lo importante que fue España en su vida, a muchos niveles.
Dentro de la literatura británica, es quizá el libro que mejor absorbe la filosofía existencialista del continente: Camus, Sartre y Heiddegger combaten en sus páginas. En palabras de un crítico británico: “la visión del mundo de Raymond es una visión de plenitud. Allá donde el existencialismo sugiere que el mundo es negro, Raymond sugiere que no es nada sino luz. Nos ciega y nos paraliza esta luz y nos obliga a elaborar creencias y mitologías adecuadas para filtrar la luz y hacer el mundo comprensible. Más que vacía de metanarrativas en las que nada importa, Raymond nos presenta un mundo donde todo importa”.
No es posible entender a Stanilad, el escritor asesinado de su primera novela negra: “He died with his eyes opened” (Murió con los ojos abiertos) sin pasar por el fenomenal repaso psicoanalítico de “Legacy of the Stiff Upper Lipp”, el libro con el desaparecía Robin Cook y se cerraba todo un periodo de su vida. Siguen diez años extraños en Rodez, Francia, empleado en labores agrícolas, especialmente en grandes plantaciones vinícolas.
El escritor que aparece diez años después ya no es Robin Cook: pasa a llamarse Derek Raymond, y opera en el campo de la novela negra, a la que accede para subvertirla y llevarla hasta todos sus posibles límites. Antes de Derek Raymond estaba Ted Lewis y su “Get Carter”, después de él vendría Ken Bruen: entre los tres acotan un territorio muy definido y poderoso de la novela negra británica.
Con “Murió con los ojos abiertos”, publicado en 1984, Raymond iniciaba su segunda vida como escritor. El argumento es mínimo. Un detective innominado de la división de la policía metropolitana londinense que investiga los casos no resueltos es asignado a la investigación de la muerte de un escritor alcohólico de clase alta, cuyo cadáver ha sido encontrado, brutalmente apaleado y torturado. Ha dejado atrás cintas y escritos, indicios suficientes para que el detective se familiarice y simpatice con la víctima, y descubra que el escritor, Stanilad, había pasado los últimos años de su vida embargado de culpa por el fracaso de su matrimonio, intentando desesperadamente ganar el amor de una mujer, Bárbara, cuya frialdad y brutalidad son verdaderamente aterradoras y la sitúan como una de las grandes mujeres fatales de la historia de la novela negra, una mujer fatal que supera el paroxismo de las mejores mujeres fatales en la literatura de David Goodis.
Sin embargo, Staniland finalmente fuerza la mano de sus asesinos, los obliga a matarle. Para resolver el caso, el detective sin nombre se verá obligado a rehacer el mismo camino de la víctima y a repetir muchos de los mismos errores cometidos por él. Es abrumador el paisaje emocional de la novela. Staniland, un tipo de clase alta que renunció a su dinero y a su posición social para trabajar la tierra y morir borracho es en realidad el alter ego de Derek Raymond. A través de una serie de grabaciones, Staniland expresa su hondo pesar, su abismal tristeza, por casi todos los aspectos de su vida. Le enfurecen las injusticias del mundo laboral, la estupidez, la cobardía y la crueldad de las personas que le rodean y, más aún, sus propia estupidez al alejarse de su mujer y de su hijo y estrecharse contra las rocas inhumanas de una mujer incapaz de devolver el amor que siente por ella. En manos de otro escritor, la autocompasión exacerbada y la ira internalizada podrían parecer indulgente narcisismo, pero en manos de Raymond estos fragmentos impregnan el libro de una tristeza tangible capaz de trastornar al lector. Como el propio Raymond psicoanalizado de “Legacy of the Stiff Upper Lip”, su alter ego, Staniland, es una persona simplemente aplastada por el mundo. Y su destino es implacable, fatal: el lector sabe, porque las leyes del narrador son rígidas, que jamás podrá revertir esa situación. El horror de su muerte no radica en los pormenores sangrientos de su asesinato o la psicosis de su asesino, sino en el hecho de saber que él mismo la había buscado y no podía hacer nada para evitarla. La radical novedad de la novela es que su detective sin nombre, para resolver el caso, se coloca en una situación semejante frente a Bárbara, rozando el abismo de su propia muerte. No hay otra manera de resolver el caso.
Rodez y los diez años de silencio en Francia aúllan en su primera novela policiaca:… “invierno en Duéjouls, solo. Estoy de pie ante la ventana, de espaldas a la habitación vacía; he vendido los muebles que Margo no se llevó consigo. Veo como las ráfagas de lluvia atacan de un lado a otro la montaña frente a mí, arrancando las hojas de los álamos junto al río. Mañana termino la vendimia en los Champagnac, con esas cepas negras ribeteadas de rocío helado que azulea los dedos. Ayer me corté la mano con el cuchillo, sin sentir ni la mano ni el cuchillo. Vertí vino en la herida, es mejor que el iodo. El vino será innoble. Agua. Los Champagnac son los únicos que retrasan la vendimia hasta noviembre…”,
Una cita que permite apreciar hasta qué punto Stanilad es una figura cercana al propio Raymond. Es Derek Raymond ficcionalizando el asesinato del escritor Robin Cook.
“Murió con los ojos abiertos” es un libro poderoso, estilística y emocionalmente. Pese a ser intensamente cerebral, Raymond nunca vierte directamente sus opiniones. Las hilvana en una narración desordenada que, con todo, ayuda al lector a entender, a nivel emocional, lo que el libro intenta transmitir. Aunque a veces da la impresión de ser intensamente nietzscheano, Raymond no escribe sobre superhombres. Escribe sobre personas normales que no transcienden el mundo, lo sufren y lamentan su falta de justicia. Staniland es un hombre extremadamente sensible, inteligente y un escritor de talento, pero el mundo le derrota. La única que parece capaz de hacer frente a la existencia en su forma más cruda es Bárbara, su forma de incorporar el caos de la existencia es genuinamente extraño y aterrador. Bárbara es bellísima, distante y horriblemente fría. Siente un profundo desprecio por hasta la menor debilidad y responde solo a aquellos dispuestos a desprenderse de toda cautela y de todos los principios y la obligan a adoptar la forma que desea.
Así viven los muertos es la segunda novela de la serie policiaca de Derek Raymond. La decadencia que ocupa el núcleo de la obra narrativa de Raymond no se limita al entorno urbano. Aparece un cadáver en un almacén de Rotherhithe, desmembrado, calcinado con el fin de evitar la identificación, y dentro de cinco bolsas de basura. El narrador de la A14, la división de crímenes no explicados de la Met, el sargento sin nombre, es asignado al caso y debe operar a base de cerebro y sangre fría, en lugar de con los recursos y los contactos habituales, para descubrir mucho más que al asesino, para descubrir un mundo atroz en una pequeña localidad del sur de Londres, donde aparece un terrible secreto de su propio pasado, y donde, con una narrativa sorprendentemente elegante llena de ecos de Chandler, y a la vez de desnuda brutalidad, Raymond extrae el máximo partido al tema de la criogenización de los muertos, con un innuendo de horror que casi hace parecer infantil la última novela de Don de Lillo sobre el mismo tema. Raymond incorpora como ningún otro el horror a su narrativa, y el sombrío, laberíntico, lovecraftiano caserón donde se resuelve el final de la novela queda firmemente impreso en la mente del lector. No hay tregua entre el verde y agradable paisaje de Inglaterra i el horror gris y la amoralidad que él conoce también. La podredumbre está en cada uno de los personajes con los que nos encontramos. Nadie se libra de sus obsesiones. Y los que lo intentan, como el conferenciante que aparece al inicio del relato, explicándole a nuestro detective qué significa ser un psicópata, o se equivocan, son unos ignorantes o están fuera de contacto con la realidad. La verdad que nuestro hombre, y el propio Raymond, comprenden algo elemental: nadie está libre de culpa. Es pasmoso el fragor estilístico con que Raymond narra la lucha por cada pulgada de respeto que uno puede encontrar. Es pasmoso el idioma. La atmósfera. Es un túnel de los horrores el que va abriéndose paso para llegar a un final que juega con el horror desnudo.
Con estos elementos, uno sabe que si alguna vez le invitasen a señalar un escritor “raro” dentro del género se decantaría por Derek Raymond. Son los libros de Raymond los que uno alinea junto al ordenador, como un homenaje al más brillante entre los raros, el más sugerente y el más incombustible a su propia extrañeza. Conviene conocer la disciplina mental y estilística que subyace al fragor de la primera parte de su obra para saborear el rigor disciplinado, y a la vez barroco
Con estos elementos, y pese a estar aún muy desconocido en el mundo de habla hispana, Derek Raymond figuró entre los primeros participantes en las primeras ediciones de la semana negra de Gijón. El escritor era tan interesante como cualquier de los personajes que pululan por su obra, hasta tal punto hombre y literatura se confundían. Podría ser el sargento sin nombre de la división AK14, o podría ser cualquiera de sus asesinos. Si un director de cine quisiera dirigir alguna película adaptando una de esas novelas, podría echar mano del propio Derek Raymond, nadie hubiera podido superarle en el casting. Con la mirada hundida y la expresión infinitamente aguda y evanescente, podría ser también cualquiera de los asesinos en serie que el sargento sin nombre persigue a lo largo de esas novelas. Se guarda en la retina especialmente su aspecto con la boina de campesino francés que adoptó durante su estancia en Millaud y de la que ya pocas veces más se apearía. Es fascinante que su aspecto y su aura exterior no desmereciesen en absoluto del contenido de sus libros: llevaba exteriormente su misterio, ambulaba como el mejor embajador posible de la que sería la literatura de Raymond. En Gijón se hizo famosa su infinita capacidad para trasegar cerveza. Los que tuvieron la suerte de compartir alguna de esas cervezas con él, muy probablemente tuvieron la impresión de escuchar la voz de todo un periodo. Nadie se rebeló y desarticuló como él las nociones de clase de la vieja Inglaterra y sus incursiones por España y Francia a lo largo de los 60 traen noticias de un tiempo pasado, increíble.
Derek Raymond murió en 1994. Al año siguiente, la Semana Negra de Gijón editaba un pequeño volumen de relatos, en homenaje a autores que habían pasado por el certamen. El volumen incluía un relato de Derek Raymond. Cuando ya era un autor de culto en Francia, en España se le empezaba a descubrir por entonces. Y pocos años después aparecía, en traducción de Mauricio Bach, la primera novela traducida al español: “Yo fui Dora Suárez”, que a su vez es la novela que cierra el ciclo de la Factoría.
Quizá no era buena idea empezar por la última novela de la serie, sin conocer los antecedentes, ni las raíces, ni el territorio en el que nace la literatura de Raymond. Gran parte del juicio crítico la saludó como la novela más morbosa, desagradable, sangrienta y horripilante y repulsiva que se hubiera escrito jamás. Algunas otras novelas de Raymond han visto la luz recientemente (la editorial Ámbar ha publicado “El diablo vuelve a casa”, además de “Murió con los ojos abiertos”) pero los horrores de Dora Suárez vinieron a poner una especie de lindero entre el escritor y los lectores. Dora Suárez tiene el sabor de un frío, gris, abominablemente oscuro anochecer de invierno, y muchas de sus páginas son ciertamente casi ilegibles, tal es la brutalidad. Suenan lentas y premonitorias campanadas de muerte en los salones de Dora Suárez, en los campos de las novelas de Derek Raymond. Y por encima del horror innombrable que asalta al lector, la empatía que siente el sargento sin nombre por el cadáver mutilado y descuartizado de Dora acerca al texto a una especie de fúnebre poesía. Más allá de la soledad y del dolor, de su pobre vida infernal, Dora al menos será vengada en su muerte.
Con la muerte de Raymond, se cerraban las puertas de la Factoría. “Dead man upright” completa la serie sobre la división de la policía metropolitana londinense dedicada a la investigación de crímenes anónimos, personas cuyos cadáveres nadie reclamaría, personas desaparecidas en la soledad y el anonimato absolutos. Con él se iba también el sargento sin nombre asignado a la investigación de los cinco casos. El Derek Raymond que había heredado tanto de Orwell se definía a sí mismo en la elección de un investigador anónimo, que sin embargo es una de las voces más intensas de la novela negra. Su discurso acerado, profundamente moral, lleno de simpatía y empatía con las víctimas, y de rechazo hacia tantos postulados sociales, es hasta cierto punto declamativo. Es declamativo porque linda en muchos puntos con la poesía: un Chandler vaciado de ironías y metáforas audaces, reducido a lo esencial. Si hay algo que pueda dar una imagen de las novelas de la Factoría, es la imagen de la linterna del detective sin nombre internándose en la oscuridad insondable de un lugar asolado por un crimen espantoso. La luz de su linterna como última esperanza de redención frente a la abyección absoluta: la presencia humana, allí donde toda humanidad ha sido abolida. Es preciso alcanzar esa abyección absoluta para entender lo que significa al menos la luz de la redención. Por esa luz escribió y vivió Derek Raymond. Solo puedo decir que después de transitar junto al detective sin nombre por el escenario de tres de sus casos, el cielo tiene, a veces, un color Derek Raymond.
Al margen de la Factoría, Raymond escribió otras dos novelas negras que piden desde un lugar frío y desolado un reconocimiento póstumo, una debida justicia: “Nightmare in the street” y “Not till the red fog rises”.
Sería adecuado cerrar este breve sumario con la opinión de François Guériff, Jean Bernard Pouy, Jean Patrick Manchette, como corolario de la admiración que Raymond ha suscitado siempre en Francia, el país que de algún modo hizo suyo, y que también le ha hecho suyo a él.
François Guérif sobre Derek Raymond:
“Uno puede encontrar fechas, anécdotas, algunos de los hechos singulares de la vida de un escritor fuera de lo común nacido en la Inglaterra de los lores y las ladies con una cuchara de plata en la boca que, en un vagido, vomita cuchara, lores y ladies e Inglaterra entera para endosarse sucesivamente el traje de chófer de taxi, tiburón inmobiliario, hombre del hampa londinense, para acabar exiliado en Francia, en un torreón abandonado, cultivando viñedos y escribiendo algunas de las novelas negras más intensas de los últimos veinte años, y sobre todo haciendo escuchar la voz de un escritor que habla de su amor por la literatura, por la novela negra, con una sinceridad raramente alcanzada”.
Jean Bernard Pouy sobre Derek Raymond:
Una figura de la que es difícil hablar, hasta tal punto le hemos amado como ser humano, y hasta tal punto sus libros nos han provocado escalofríos. Intentando comprender y delimitar el mal, Cook se hundió en la tristeza ontológica a medida que se esforzaba por describirlo. Hijo de buena familia, inició una vida en los bajos fondos londinenses, para seguir en el tráfico de vehículos en España, el vino toscano, los taxis nocturnos, y acabar en la literatura negra como tinta de calamar. Desde su primera novela, escrita en cockney, es uno de los que ha despreciado sin fallas la sociedad inglesa, que no lleva precisamente en el corazón. Tras varias novelas sobre el Reino Unido, corroído por la crisis, desesperado por la falta absoluto de humanismo, escribe con Yo fui Dora Suárez ciertamente uno de los textos más negros de la literatura del género. Una novela de duelo absoluto y de posible redención, difícil de leer así, impunemente, en el que un investigador anónimo se identifica tanto con la víctima que se emplea en devolver su dignidad
Jean Patrick Manchette sobre Derek Raymond:
Llegó con su mujer y ligero de equipaje, veinte minutos antes de la llamada, a la una de la mañana. Seco como un mazazo, pretende estar en la cincuentena. Pero con su corte de pelo medieval y sus largos músculos, parece haber pasado treinta o cuarenta años llevando una salubre vida de pirata. Vive en las gargantas del Tarn, donde se emplea como obrero agrícola, con gran apoyo de tacos regionalistas: Putaing, Milladiou. En realidad es inglés, se llama Robin Cook, y es actualmente el mejor autor británico de novela negra. Me gusta desde hace diecisiete años. En 1966, Série Noire publicaba una extraña novela, Crema inglesa. Escrito en el intraducible argot rimado de los cockneys londinenses, la obra manifestaba tal desprecio por las conveniencias y el sistema, a ambos lados del telón de acero, que parecía anunciar el periodo de rebeliones que siguió.
Pasado por Eton, por Corea y por otros lugares dudosos, Cook, después de Crema inglesa, escribe varias novelas serias en los que se explica su desdén por el orden y su fascinación por la guerra de España “la última guerra justa que se haya librado”. Afectado de vértigo, para comer se emplea como trabajador en tejados. “me encontré a cuatro patas sobre el tejado. El tipo me dijo: ¡no! ¡de pie! Desde entonces ya no tengo vértigo.
Como tampoco le gusta salir, pasa el tiempo en los campos, arrancando uvas a las viñas. En este momento está instalado en Francia. Hay otro escritor llamado Robin Cook. Hasta los eruditos confunden a las dos autores: bah, ese otro, un pijillo, comenta el verdadero Cook, y cuando le digo que me ha parecido blanco, responde, “y buenas razones tiene para ello”.
Pero ha vuelto a escribir. Le soleil qui s`éteint” aparecido el invierno pasado, es la novela más feroz que se haya escrito sobre la gestión del terrorismo por las democracias corrompidas. Solo se muere dos veces, bajo la apariencia de novela policiaca, es el relato atroz de una investigación de rutina en la que un policía depresivo, que atraviesa los escombros de una Inglaterra hundida, refrenda la agonía que quiere elucidar. Leeremos pronto “The Devil`s Home on leave”, de la que Cook dice: “pasé tanto miedo escribiéndola, que fui a visitar al vecino y estuvimos bebiendo hasta el amanecer. Un extremista escocés nos explicó que un día se nos podría secuestrar todo en nombre del pueblo. Le respondí que conocemos cada rincón del terreno y que todos tenemos fusiles. Fingió que solo quería bromear.
El cine se interesa por el Cook reaparecido. Michel Audiard piensa adaptar Solo se muere dos veces .
Aristócrata dudoso, tankista, jugador profesional, aventurero, ha quemado su vida sin quemarse. Con un poco de dinero, arreglará la calefacción en su madriguera. Vaciamos cuatro cervezas. Pero, ocho días más tarde, lo que más me impresionará será la sonrisa de las comerciantes y de los comerciantes de telas, en la vecindad, cuando hablan de los dos ingleses. En una semana, Cook y su compañera se han hecho amigos de todo el barrio. Este crítico violento del desorden actual, este autor de textos horribles y que trastornan, lo que establece a su paso es la armonía.