Wilma Montesi
El fastuoso –y voluptuoso- barroquismo de la escena en la Fontana de Trevi, con la rotunda presencia rubia de Anita Ekbjerg fundida casi en éxtasis con las estatuas de Nicola Salvi, bajo el agua, ha terminado en gran parte por eclipsar el contenido de La Dolce Vita en favor del continente particular del segundo y fascinante episodio del cuarteto, en el que Marcello Mastroianni se rinde sin remisión a los encantos de la venus nórdica, antes de proseguir en los dos episodios posteriores su oscuro, en muchos casos atormentado deambular por un Roma enigmática, simbólica, en particular tras el suicidio de su mentor Steiner: la Dolce Vita, o la primera eclosión en pantalla de una forma de existencialismo inherente en particular a Roma.
Pero es bueno convocar un momento la presencia de Marcello Mastroianni, y de Anita Eckbjerg, y recordar su persecución juguetona, llamándose tierna y provocativamente el uno a la otra, mientras deambulan en medio de un dédalo de calles vagamente tétricas, jugando a perderse y a encontrarse bajo una luz fantasmal, una luz que juega extrañamente con el deseo, en una alquimia de larvado erotismo y cierta sospecha ectoplasmática: la inminencia de un fantasma que estuviera a punto de manifestarse. De pronto, como una sorpresa que invita a contener la respiración, emerge ante ellos la Fontana de Trevi – en una noche de Roma, hacia finales de los 50, después de la guerra, todavía con un sabor de posguerra. Y Anita Eckbjerg entra en el agua fresca de la Fontana como si la décima división acorazada de infantería acabara de desembarcar en Anzio.
Hay un júbilo bajo el agua, manos que la acarician, casi una revelación. Al final de la Dolce Vita esa relación con el agua se vuelve turbia y oscura. La película concluye en una playa a la que llegan al amanecer, para cerrar una noche de fiesta y orgía, una tropa de miembros de la jet set romana, ebrios, desdibujados por la irrealidad del lugar y las circunstancias: pero esa noche el mar ha devuelto a la orilla un monstruo marino, y Marcello Mastroiani es el único lo bastante sobrio como para percatarse de que en la playa hay también una muchacha, una muchacha fantasmal, que le mira desde una duna, al otro lado de un riachuelo, con una sonrisa triste y una infinita expresión de adiós. ¿Es quizá hacia esa muchacha hacia la que desvía la mirada para volver la cabeza hacia la cámara, cuando en el Alfa Romeo magnificado por la presencia de Anita Eckbjerg a su lado, abandona la Fontana de Trevi? ¿Hay realmente un fantasma atrapado en el metraje de La Dolce Vita?
Era el final de una película a la que ese año, 1960, el jurado del festival de Cannes, presidido por Georges Simenon, concedería la Palma de Oro. 1960 fue también el año en que apareció en la prensa, por última vez, el último artículo, firmado por Fabrizio Menghini, sobre la muerte de Wilma Montesi. Menghini seguía convencido de la culpabilidad del tío de la muchacha, insistía en que tenía contactos con redes de distribución de droga, o quizá él mismo era un distribuidor.
Fellini había recogido la historia de Wilma Montesi no tanto de los artículos de Menghini como de boca de Tazio Secchiaroli, fotógrafo cuyo inmenso talento empaña el despectivo término “paparazzo” con que pasaría a la historia, en cualquier caso el más notorio de los paparazzi que frecuentaban la Vía Veneto en los años gloriosos de finales de los cincuenta, comienzos de los sesenta, gran amigo y confidente de Fellini (además de excelente documentador de sus grandes rodajes, en particular Otto e mezzo). Probablemente Fellini procesó la historia como Ettora Scola describe a Fellini procesando sus historias en “Qué extraño llamarse Federico”: rumiándola y extrayéndole aristas simbólicas en sus largas deambulaciones de noctámbulo compulsivo por las madrugadas de Roma. Un fogonazo de paparazzo recibe a Anita Eckbjerg en La Dolce Vita cuando sale del avión en Fiumicino, y como fogonazos debieron ir abriéndose paso en la mente de Fellini las revelaciones de todo cuánto Secchiarolli había ido conociendo en Vía Veneto en torno al affaire Montesi, incluidas las revelaciones de la acusadora principal: Ana Maria Caglio.
Años más tarde Fellini declararía que había sentido la necesidad de hacer una película sobre la vida nocturna de Vía Veneto en aquellos años, pero es posible que en algún lado de su cerebro esa necesidad respondiese a una pulsión más profundo: la de resolver, al cabo de 8 años, y aunque solo fuera simbólicamente, el asesinato de Wilma Montesi, un caso que sigue irresuelto a día de hoy. Mastroiani encarnaría al periodista Fabricio Menghini que había alimentado con sus crónicas, desde el mismo día del descubrimiento, exhumación y análisis forense del cadáver, el morbo de toda Roma. Y en la película estaría encerrada toda la Roma que, de algún modo, había matado a Wilma Montesi.
Roma a través de los años. Un modo de acercarse a Wilma Montesi, a través de los años: el 13 de julio de 2017, el conocido diseñador Roberto Capucci aparecía en la Iglesia de Santa María del Poppolo para asistir al funeral de la actriz Elsa Martinelli, fallecida dos días antes: su aspecto de patricio romano, envuelto en el aura de la fama y la gloria cosechada tras medio siglo de creación de los modelos más exquisitos del siglo, devolvía como una exhalación restos del sabor de aquella Vía Veneto en la que había descubierto a la actriz, a Elsa Martinelli, en una tarde de 1955. Eclipsados 60 años, las fotografías de ese 17 de julio de 2017 en el Corriere della Sera, no firmadas por Tazio Secchiaroli (que murió en 1998), estaban impregnadas de marmórea melancolía romana, una luz que hubieran captado bien Georgione, Henry James o Joseph L. Manckiewicz.
Los periódicos trazaban la azarosa carrera de Elsa Martinelli, con su vago y leve aroma de Audrey Hepburn toscana: joven italiana de origen modesto cuya belleza alada y una gracia fogosa e innata la habían propulsado hasta el Olimpo de las estrellas, ya antes de que Kirk Douglas se la hubiera llevado en 1955 a Hollywood para interpretar a la joven sioux Onahti en “The Indian Fighter”, antes de que Mario Monicelli la hubiera convertido en la adorable Donatella, y también antes de que Orson Wells la enrolase para su versión de “El Proceso”, con Anthony Perkins, y Howard Hawks contase con ella para Hatari (y la música de “Walk of the Little elephant”, con Elsa Martinelli precediendo a las dos crías de elefante, de Henry Mancini, es la música por la que se pierden los primeros recuerdos de toda una generación de baby boomers).
Desde el sabor desconsolado de la belleza robada, la belleza perdida, lo insoportablemente efímero de la belleza, surgía con asombrosa acuidad la evocación de Wilma Montesi ese 13 de julio de 2017, y frente al cumplimiento solar y el disfrute de todo lo mejor que la vida puede dispensar, aparecía el recuerdo fúnebre de Wilma Montesi, que a tenor de las declaraciones de los testigos en el proceso por su asesinato, soñó, como tantas otras chicas de su generación, con una vida en el cine, una vida incandescente como la de Elsa Martinelli, a la que solo llevaba dos años, y lo único que obtuvo fue el beso frío de las olas que en la mañana del 13 de abril de 1953 acariciaron su cadáver en la playa de Tor Vajanica, cerca de Ostia, a apenas 40 kilómetros de Roma. No muy lejos del lugar donde 25 años después aparecería, masacrado, el cadáver de Pier Paolo Passolini.
Si en vida Wilma Montesi no pudo materializar su sueño de convertirse en actriz, su muerte sí tiene todos los elementos de un guión cinematográfico, y obsesionó a Roma durante años. Exterior día; amanecer: el cadáver de una muchacha, bellísima, aparece flotando en la playa de Tor Vajanica , a la orilla del mar. No era el 17 de julio de 2017, día en que una Wilma Montesi que hubiera cumplido su ciclo vital, como Elsa Martinelli, hubiera podido morir por causas naturales. Era el amanecer del 13 de abril de 1953, Wilma tenía 21 años, y su cadáver fue descubierto en las primeras claridades del alba por el albañil Fortunato Bettini, que tomaba un café en un establecimiento cercano antes de volver al trabajo en un edificio en construcción.
Wilma llevaba 16 horas fuera de su domicilio en la Vía Tramontina de Roma nº16, donde toda su familia la aguardaba angustiada. Era una joven hogareña que tenía pensado casarse en pocos meses con su novio, el policía Angelo Giuliani, transferido recientemente a Potenza.
La tarde anterior había rechazado una invitación de su madre y su hermana para ir a ver una película en el Leys, un cine cercano: la película era “La carroza de oro” de Jean Renoir, y un testigo de la familia recuerda haberla oído: “no me gustan ese tipo de películas, no me gusta Ana Magnani”. Jean Renoir quizá le hubiera salvado la vida; en lugar de eso, a las cinco y media de esa tarde de abril, la tarde antes de las vacaciones de Pascua, entró en el tranvía de Ostia, en dirección a un destino que, de reflejarse en película, hubiera estado más cercano a las dimensiones de Darío Argento, o al menos el cine negro americano que Wilma veía en el Cine Leys, y que sin duda le gustaba más que las películas de Ana Magnani. Mañana del 13 de abril de 1953, pues, playa de Tor Vajanica, y Wilma Montesi, de 21 años, cuyo fantasma reaparecería siete años más tarde, como atrapado entre los fotogramas de La Dolce Vita, está muerta ahí, para siempre.
Como incidente de crónica negra, la inaudita aparición de su cadáver alimentó alarma y especulaciones desde el primer momento. Los lectores en español tuvieran noticia a los pocos días, a través de una crónica en la que Gabriel García Márquez, a la sazón corresponsal de “El Espectador” en Roma, describía con precisión de escalpelo todos los pormenores relativos a la aparición del cadáver y el análisis forense, y cómo a la luz de esas informaciones la “questura” de Roma se había inclinado por archivar el caso, considerando que la joven había sufrido una indisposición letal mientras caminaba a la orilla del mar, donde había acudido para remojar sus pies, ya que en el talón del pie derecho sufría un eccezema que le provocaba importantes trastornos.
Entre abril y octubre de 1953, la vida de los ciudadanos de Roma habían transcurrido sin más sobresaltos que las tensiones habituales entre la Democracia Cristiana, el Partido Comunista; en el verano de ese año se rodó la película “Vacaciones en Roma”, con Gregory Peck y Audrey Hepburn – una pariente cercana de Wilma Montesi había intervenido en la película como figurante.
Pero como historia policial, el caso Montesi empezaría en realidad 6 meses después de su muerte, en octubre, cuando un artículo publicado en una revista mundana, Attualità, recién creada por un joven periodista llamado Silvano Muto, venía a echar por tierra toda la versión oficial sobre la que se había apoyado la policía para archivar el caso bajo la conclusión “una desgracia personal”.
El caso había venido coleando, cada vez más diluido y disperso, en la prensa. Fabricio Meneghini había administrado especulaciones, rumores.
El artículo publicado en octubre por la revista de Silvano Muto produjo un shock sísmico: proponía una versión totalmente alternativa, basada en testimonios directos de testigos que habían presenciado “el crimen”, daba nombres. Atribuía la responsabilidad del crimen a un turbio personaje relacionado con la alta sociedad romana, un tal Ugo Montagna, organizador de fiestas y orgías en un palazzo, Capotonda, cercano a la playa en la que había aparecido el cadáver de Wilma, y a un compositor y músico de jazz, Piero Piccioni, habitual de las soirées y también de las orgías organizadas por Ugo Montagna , en el decurso de una de las cuales Wilma habría consumido una mezcla letal de drogas y alcohol que le habría provocado la muerte
La acusación contra Montagna y Piccioni se basaba en el testimonio de dos personas. La primera era Adriana Concetta Bisaccia, “la existencialista”. Un alma problemática (ambiciones de actriz, un aborto reciente que la había llevado a desplazarse a Roma; como secuelas de su aborto sufriría dolores tan intensos que buscaba consuela en la morfina y otras drogas, para procurarse las cuales frecuentaba un establecimiento, “Il baretto”, en Via del Babuino, donde habría encontrado a personas como Piccioni (el músico de jazz, hijo del prominente político cristianodemócrata Attilio Piccioni), que la habrían introducido al grupo de Capocotta. Adriana declaró al periodista que había participado con Wilma en una orgía en Capocotta, en la que habrían participado también nombres conocidos de la nobleza de la capital e hijos de algún político de relieve. Según la chica, Wilma Montesi había ingerido un cocktail letal de drogas y alcohol y, a continuación, había sufrido un grave malestar del que se habría derivado la muerte. El cuerpo exangüe habría sido transportado a la playa por algunos de los participantes en la orgía, donde en efecto fue encontrado la mañana del 11 de abril de 1953. Mencionaba a Piero Piccioni como uno de los participantes en la orgía mortal.
Más compleja es la declaración, y también la personalidad, de la segunda parte acusadora: Maria Augusta Moneta Caglio, “El cisne negro”. Descendiente de una familia patricia de Milán (entre la que se cuentan notables emprendedores y un premio nóbel de la paz), Maria Augusta Moneta Caglio intentaba labrarse un futuro en el cine, en el momento de los hechos. En Roma se había convertido en amante de Montagna, en torno al cual gravitaba la alta sociedad romana.
Maria Caglio, antes de la publicación del artículo, había hablado ya con el fiscal Siguranti dos veces. Declaró al periodista Muto que Montesi se había convertido en la nueva amante de Montagna. Tras su asesinato, había vuelto a Milán. Consciente de los riesgos que corría al hablar sobre el caso Montesi, había buscado protección en un amigo sacerdote. A instancias de su tío, había consignado una memoria de los hechos a este sacerdote jesuita. En ella confirmaba la responsabilidad de Piero Piccioni y de Montagna: habrían sido ellos los que portaron el cuerpo de Wilma a la playa para despistar a los investigadores. Había enviado una copia también al Papa.
Fue así como estalló el escándalo Montesi, que al año siguiente llegaría a socavar las bases mismas del Estado italiano. En marzo de 1954 el jefe de la policía de Roma, Tomaso Pavone, se vio obligado a presentar su dimisión; poco después, con aplauso del pueblo romano (que había empezado a ver la historia como una afrenta de la élite contra la gente común) se nombró a un nuevo juez instructor. A medida que las acusaciones cercaban cada vez más férreamente a su hijo, Piero, Attilio Piccioni, ministro de exteriores y cabeza de una tendencia en la democracia cristiana contraria a la dirección de Amintore Fanfani, se vio obligado a presentar su dimisión. El 21 de septiembre de 1954, tras haber instruido los 90 tomos de la investigación, el juez Sepe dictó orden de arresto contra Piero Piccioni, y también contra Ugo Montagna. Junto a ellos, el juez citó a juicio a Saverio Polito, jefe de la policía de Roma, por negligencia deliberada en la instrucción de los hechos. Piero Piccioni ingresó inmediatamente en la cárcel de Regina Caeli, de donde salió bajo libertad condicional un año después, en 1955, una vez que el juez Sepe concluía los 500 folios de la acusación contra Piccioni, Montagna y Polito. Solo en diciembre de 1956 se designó la ciudad donde serían juzgados: Venecia. El 20 de enero de 1957, tres años después del asesinato, se inició el proceso en el caso Wilma Montesi.
El proceso duró seis meses. Piero Piccioni basó su defensa en la coartada de que la noche del crimen había estado cenando con la actriz y amiga Allida Vali (protagonista de películas como El tercer hombre o El proceso Paradine), lejos de Roma; Ana María Moneta Caglio se reafirmó en sus acusaciones, y declaró que Montagna estaba al frente de una red de tráfico de estupefacientes; el periodista Meneghin desvió la atención hacia el tío de Wilma Montesi, acorralándolo en la red tejida por investigaciones en las que había trabajado durante años.
La coartada Allida Vali funcionó: en mayo de 1957, Piero Piccioni quedó absuelto. Las condenas recayeron en realidad sobre los acusadores: Ana María Moneta Caglio y Silvano Muto, por difamación.
No se depuró ninguna conclusión sobre el asesinato de Wilma Montesi: en este sentido, el caso sigue irresuelto, podría abrirse en cualquier momento.
Muy resumidos, estos son los hechos esenciales en el caso Montesi. El lector que desee profundizar en las vastas implicaciones sociales, políticas, jurídicas y culturales del caso Montesi dispone de una amplia bibliografía. Tres libros compiten por contar la historia desde tres perspectivas diferentes (la universitaria (estudios culturales), el periodismo de difusión, la criminalística, y han sido utilizados en este escueto sumario: Stephen Gundle ha explorado la relación entre el caso Montesi y el universo de La Dolce Vita, y su libro está disponible en español, editado por Seix Barral: “La muerte y La Dolce Vita”, año de publicación, 2012. Karen Pinkus, profesora de la Universidad del Sur de California, ha narrado todas las implicaciones del caso en forma de un ameno, profundo y sugestivo pastiche de guión en “The Montesi Scansal”. Pasquale Ragone en “La verginità e el potere” ha actualizado la bibliografía sobre el caso con información desclasificada en años recientes y su libro data de 2015. Quien quiera conocer más sobre el influjo de los paparazzi en la cultura italiana de la época, o las implicaciones políticas – una posible trampa tendida desde el mundo jesuítico contra Attilio Piccioni, a través de su hijo, para apartarlo de su influencia en las líneas maestras de la democracia cristiana que gestionaba la evolución de la posguerra italiana, encontrará en dichos volúmenes la respuesta a numerosas preguntas. Es muy interesante también el ensayo de Hans Magnus Enzensberger sobre el caso Montesi en su volumen de ensayos “Política y delito”, del que es posible consultar un amplio extracto en la web “Criminalia”. Enzensberger cita textualmente la declaración de Ana María Caglio del 4 de marzo de 1954 ante el juez Sepe, cuando el caso era objeto de revisión ante el Tribunal, tras el artículo aparecido en la revista Attualità:
“una noche de abril del año pasado, cuando Ugo Montagna y yo nos disponíamos a sentarnos para cenar, sonó el teléfono. Piero Piccioni estaba al aparato. Pidió a Ugo que fuera urgentemente a ver al jefe de policía para arreglar el asunto. Ya era tarde, aproximadamente las nueve y media, y yo confiaba que Ugo no saldría aquella noche. Pero me instó a que terminara de cenar rápidamente y luego fuimos en coche al Viminal, sede del Ministerio del Interior, dejando el coche aparcado al lado derecho de la entrada. Al momento apareció Piero Piccioni, hijo del ministro de Asuntos Exteriores, y estuvo hablando con Montagna durante largo tiempo, mientras paseaban juntos, caminando arriba y abajo. Yo permanecí en el interior del coche. Luego entraron en el edificio del Ministerio y, aproximadamente al cabo de media hora volvieron a salir. Piccioni estaba visiblemente nervioso, mientras que Ugo daba la impresión de estar más seguro de si mismo. Piccioni se despidió y Ugo subió al coche, al tiempo que me decía: Bien, la cosa ya está arreglada. Entonces le pregunté cómo lo había conseguido y, más tarde, comenté: No me parece bien. Si Piero ha dado un paso en falso, que pague por ello, por muy hijito de ministro que sea. Al oír esto Montagna, colérico, me gritó: él nada tiene que ver con lo ocurrido. Cuando murió Montesi, él estaba en Amalfi con Alida Valli. Enseguida me di cuenta de que no era cierto lo que Ugo me estaba diciendo y le repliqué: Él no podía estar en Amalfi porque te ha llamado desde Roma. Me dijo con voz pausada: Oye, pequeña, me parece que sabes demasiado. Un cambio de aires te sentará bien. Lo mejor sería que te fueras a Milán una temporada. Luego añadió que si no me iba por las buenas, él se encargaría de que la policía me desterrara. Comprendí que lo mejor era mantener la boca cerrada. Esto que digo ahora es lo mismo que declaré al juez de instrucción, quien me aconsejó que me apartara todo lo posible del asunto y no interviniera en el proceso, consejo que repitió en varias ocasiones”
Esta declaración de Ana María Caglio, que provocó grandes murmullos, un tumulto y un ruido indescriptible en la sala, fue básicamente la que envió a Piero Piccioni a la cárcel de Regina Coeli.
Curiosamente, por exhaustiva que resulte la bibliografía citada, ninguno de los autores se detiene lo suficiente a considerar que Piero Piccioni fue la primera y única persona inculpada directamente por el asesinato de Wilma Montesi, el único en pagar por la muerte de Wilma Montesi, y una vez que aparece su nombre, tanto en la historia, como en esta breve reseña del caso, todo adquiere una nueva dimensión. Al menos este autor quisiera entrar brevemente en la dimensión de Piccioni, porque si algo falta en el caso Montesi es una valoración de la grandeza como músico de jazz y compositor de melodías para películas de Piero Piccioni, su presunto asesino.
La música de Piccioni pone toda la historia bajo una luz diferente, y esa es la razón principal de la escritura de este artículo. Cuando Piccioni murió en julio de 2004, dejó detrás un legado increíble: la partitura de más de 300 películas. Ver el caso desde la perspectiva de su música es obligado cuando uno empieza a obsesionarse, por ejemplo, con los acordes de su melodía para una gran película de Lina Wertmüller, “Travolti di un insolito destino nel azurro mare di agosto”, de 1975 . Piccioni puso música a la vida de todo un período de la República italiana, un país en el que la democracia cristiana adoptaba la máscara del poder para desactivar la poderosa emergencia del partido comunista, un país que se contagió de una gran aceleración económica en los sesenta, y que siempre supo encerrar su vida íntima en fábulas musicales llenas de sabor.
En “La notte brava”, de Mauro Bolognini, una de sus primeras composiciones tras salir de la cárcel, Piccioni borda una de sus columnas más logradas. Todo parece estar en estado de gracia en esta obra maestra: la imaginación visual de Bolognini, con un frenesí de ballet perfectamente sincopado y orquestado que recuerda, y supera, las melodías de Leonard Bernstein, la garra con la que se enfrentan todos los actores al guión de Pier Paolo Passolini: una Elsa Martinelli por la que ya habíamos pasado al inicio de este artículo que se complementa como anillo al dedo con Ana Marial Lualdi en el papel de dos prostitutas hermanadas en el odio y la complicidad para arrebatarle un botín a dos gángsters interpretados por Laurent Terzieff y Tomás Millian. Cine poderoso para una inolvidable fábula de arrabal.
Resulta en cierto modo estremecedor visualizar “El asesino” (1961), de Elio Petri, con guión de Tonino Guerra, a la luz del caso Montesi : Petri y Guerra empezaban a socavar las bases del neorrealismo con una estremecedora película policial que parecía servida por la historia vivida en carne propia por la persona que servía la potente banda sonora de esta joya secreta del cine negro italiano. Volvemos a encontrar a Mastroianni. Son tensas e intensamente contrastadas las luces de la madrugada en que Mastroianni, un anticuario que será acusado de haber matado a su amante, vuelve a casa, entra en la sala, se despoja de su abrigo y pone en marcha un tocadiscos: del tocadiscos emerge desafiante y rabiosa, a la vez que aparecen en pantalla los títulos de crédito, la incisiva música de Piccioni, un Piccioni que solo pudo leer el guión como el desamparado reflejo de un calvario personal. Durante el juicio de Venecia había declarado a un periodista: “es imposible explicar el tormento de ser considerado un asesino”. Se conserva una foto suya a la salida de una de las vistas en el Tribunal Superior de Justicia, enero de 1957. Aparece en ella, contra el trasfondo en blanco y negro de los canales y de la arquitectura veneciana, rodeado de policías y agentes de seguridad, hirsuto y tenso, más como un abogado – y había estudiado y terminado la carrera de derecho- que como músico de jazz. Saldría absuelto, pero le quedaba una deuda por saldar: expresar con su música el tormento de haber sido durante cuatro años sospechoso de un asesinato, y haber purgado un año de cárcel por ello. Todo eso está, sintetizado, lacónico, extremadamente expresivo, en la inquisitiva y sinuosa columna sonora de “El asesino” (1961), que sería posible calificar de excelente muestra de “crime jazz” y que a su vez acompañará el discurrir de la historia, no exenta de ironía y algún toque de comedia: el esfuerzo de Mastroianni por convencer al comisario Palumbo de que no fue él el asesino de la señora Matheis. Con aplomo y seguridad lo consigue, pero la escena final de la película es desarmante y arroja un vuelco de inquietud sobre todos los argumentos presentados, todos los diálogos mantenidos, todas las pruebas aportadas. Piccioni iba a vivir por mucho tiempo en la posibilidad de ese vuelco. Le encontraremos cuatro años más tarde, en 1965, en otra colaboración magistral con Elio Petri.
Entre tanto Piccioni se rehízo: continuaría una colaboración con Francesco Rossi que había iniciado con I Magliai en 1959 y que ya no se interrumpiría. Rossi no podía prescindir de Piccioni: estaba obsesionado con su música, no podía permitir que ningún otro compositor metiese mano en sus películas. Y Piccioni desplegó para Rossi todo su arcoiris musical: desde sus potentes acordes de crime jazz en Lucky Luciano, Las manos sobre la ciudad, El caso Mattei, hasta el lirismo desaforado y sofocante de Cristo se detuvo en Eboli o su adaptación de la Crónica de Una Muerte Anunciada, de Gabriel García Márquez – García Marquez no había profundizado nunca en la segunda parte de la historia de Wilma Montesi. En 1962, su composición para la versión italiana de Le Mépris, de Jean Luc Godard, eclipsaría a la propia banda original de Georges Delerue, y hoy es casi imposible disociar a la Camille interpretada por Brigitte Bardot de la tierna melodía de Piccioni.
En 1965 Piccioni compone la banda sonora para La décima victima, de Elio Petri. Es una película sorprendente: más comprensible hoy, quizá, de lo que debió serlo en su momento. Basada en un relato corto de Robert Sheckley, al que la película le gustó tanto que decidió retomar el relato para convertirlo en una novela, inspirada a su vez en la película de Elio Petri. Firman el guión Ennio Flaiano y Tonino Guerra. Ursula Andress incendia la pantalla en cada plano, infinitamente más sexy que en Doctor No, el primer Bond de dos años antes. No está menos sexi Elsa Martinelli, en el papel de amante de Marcello, pero también asesina psicódelica que con un atuendo de Barbarella o Modesty Blaise da caza a sus víctimas entre las ruinas del Foro Romano. Mastroianni demuestra tanto aplomo como el que podría mostrar Michael Caine con un planteamiento semejante. Encontramos de nuevo al viejo equipo. Y la guerra de guerrillas que Petri, Guerra, Piccioni y Mastroioanni venían desarrollando contra los postulados del neorrealismo se convierte en un desafío clamoroso: nos trasladan a un escenario de ciencia ficción con decorados de psicodelia que Petri maneja con un talento visual de auténtico orfebre. A nivel visual la película es una impecable obra maestra del pop art. En el argumento subyacen elementos de Orwell. Y la banda sonora consagra a Piccioni como un maestro de la psicodelia. Los años 60 le vienen como anillo al dedo a Piccioni. Encuentra la sintonía perfecta para conectar con la década del LSD, las drogas, la liberación sexual, las atmósferas libérrimas, evanescentes, los contrapuntos de espirales y perspectivas hacia el infinito de Rothko o Jasper Johns. Su orquestación para La décima víctima no desmerece de un lugar en la discoteca junto a los Beatles, o la Velvet Underground. Piccioni estaba por entonces en los cuarenta, pero los 60 parecen llegar a él como el objetivo alcanzado de toda una vida, como una liberación. Y su música se libera. Libera también a quien la escucha. En la partitura de La décima víctima juega con espirales irónicas y socarronas de sonido, contrapuntos inesperados, una inmensa capacidad de seducción. Bajo su apariencia futurista, la película encierra una profunda reflexión, demoledora, sobre la sociedad de consumo y la deshumanización. Habla de una sociedad que ha liberado al asesinato de toda sanción penal, autorizándolo bajo un juego extremadamente regulado (el ojo masónico aparece omnipresente en la película) en el que existen cazadores y cazados. A Ursula Andress, una asesina americana, Catherine en la película, se le ha asignado el papel de cazador, y la víctima a la que debe abatir es un italiano extremadamente frío, un tipo cool que no se dejará cazar fácilmente, encarnado por un Mastroianni que demuestra aquí una versatilidad asombrosa. El lugar para la caza es Roma. En Roma les espera el “Vals en espiral” de Piero Piccioni, que de algún modo había vivido todo eso: el juego con la vida y la muerte, la legalización del asesinato como un juego de rol entre humanos, encuentran plena comprensión en la música de Piccioni. La socarronería de Tonino Guerra consigue que en muchos momentos el drama se tiña de alta comedia.
Y no deja de ser curioso que Petri, o Piccioni, nacidos a finales de los años 20, 30, comprendan y asimilen tan bien la cultura pop de los nacidos inmediatamente después de la segunda guerra mundial. Cabe señalar que si para estos últimos la cultura pop es el medio mismo, Petri llega a ella, como Antonioni o Visconti, como elemento para una reflexión. A lo largo de las décadas siguientes, Piccioni seguiría componiendo muchas más columnas musicales lisérgicas, para entornos de cocktail lounge de la alta sociedad.
Si Wilma Montesi hubiera seguido viva, ¿hubiera evolucionado también hasta convertirse en una chica ye yé? ¿Habría disfrutado la visión de La Décima Víctima en el cine Leys, cerca de la casa de sus padres? Imposible saberlo porque a ella le correspondió el papel de primera víctima. Y hay un salto cualitativo que no es fácil sortear: su asesinato parece ligado indefectiblemente a un blanco y negro de neorrealismo. Imaginarla atravesando el largo pasillo de su casa, ajustándose su estrecha falda, dirigiendo una última mirada hacia el reloj de la portería, donde las agujas se acercan a las cinco de la tarde –el tiempo justo para coger el tranvía hacia Ostia, obliga a recurrir mentalmente a los encuadres de Rosellini y a los tics de Ana Magnani, que no le gustaban. ¿Fue al palazzo de Ugo Montagna aquella tarde de abril de 1953 porque en el entorno del marqués, con invitados como Piero Piccioni que tocaba su jazz seductor para los invitados de la jet set, se vivía ya en 1953, con apoyo de drogas y alcohol, una atmósfera de años 60?
Piccioni siguió encontrando melodías mágicas, llenas de un extraño encanto. Son muy hermosas sus composiciones para “Ti ho sposato per allegria”, una adaptación de Luciano Salce sobre la pieza teatral de Natalia Ginzburg; es inolvidable la entrada de los vibráfonos y batería en L`attico, de Gianni Puccini. Aún podía superarse a sí mismo y componer la que quizá es su obra maestra: “Travolti da un insolito destino nello azzurro mare di agosto”, para la película del mismo título de Lina Wertmüller, ya de 1975, en plena madurez. Música para un lounge fabuloso, en un lugar fuera del espacio y del tiempo, para ilustrar el lado milagroso de una Italia capaz de generar mafia y Maserattis o Ferraris, a partes iguales, un vermuth único en un lugar del crepúsculo. Parece como si Picionni lo hubiera dicho todo con su música sobre 60 años de la República Italiana: su música, más que Morricone y la prestigiosa nómina de compositores italianos de los años 60 y 70, encierra la policromía perfecta para reflejar todos los avatares de la historia italiana. En las películas que musicó está lo mejor y más renovador del cine de una Italia que se industrializaba, que abandonaba el campo por la ciudad, que emigraba, que se enfrentaba a la mafia o el terrorismo, que deliraba bajo efectos del LSD. En la música de Piccioni para esas películas está siempre el tono perfecto, la melodía inolvidable. Es curioso que en muchas de ellas se repita una constante argumental: la historia de una joven hermosa que desea acceder a la alta sociedad, sin ser capaz de traspasar el férreo muro tras el que se protegen los miembros de una nobleza negra romana de vieja estirpe.
A los acordes de uno de esos hermosos temas de Piccioni, rescatados hoy gracias a youtube, podemos ir acercándonos al final.
Y en el final hay un gran palazzo señorial, sumido en la niebla de la campiña italiana, a 60 kilómetros de Milán.
Piero Picioni fue el sospechoso principal del asesinato de Wilma Montesi. Y así lo sostuvo hasta el final de su vida Anna María Moneta Caglio, su acusadora. Anna María Moneta Caglio, encerrada en una niebla como de película de Puppi Avati, durante décadas, en la gran casona familiar de Caponago donde fallecía el pasado 13 de febrero de 2016, a los 86 años de edad. 60 años antes, había “atormentado” a Italia con sus indiscreciones sobre el caso Montesi. También ella había querido ser actriz, una foto de la época la rescata bailando en una noche de Via Veneto con el paparazzo Tazio Secchiarolli. Se sabe que llegó a protagonizar una película titulada, simbólicamente, “Ragazza de Via Venetto”. Después se había retirado, para siempre.
En el largo crepúsculo de la soledad y el olvido, a los periodistas que se acercaban a su puerta, y con los que accedía a una declaración, les repetía siempre, a media voz, y con una voz cada vez más apagada: “el asesino fue Piero Piccioni”.