Periodismo

Durante 1994 y 1995 frecuenté la Escuela de Periodismo de Madrid, donde José Luis Pecharromán adiestraba a 15 alumnos cuyo trasfondo educativo no era básicamente periodístico, pero sí se sentían atraídos por el periodismo como vehículo para amalgamar experiencias y dilatar su perspectiva profesional. En el caso de un traductor estas posibilidades con connaturales y amplias, y a partir de 1995 empecé la cooperación con diferentes medios. En esta sección aparece una selección de textos publicados en revistas o en publicaciones especializadas. En los 90 había espacio para el tipo de texto que oscilaba entre el ensayo y la divulgación. La mayoría de los aquí adjuntos se adscriben en cierto modo a esa corriente.

Publicaciones en O Expresso de Lisboa:

Publicaciones en la revista Calviva :

Publicaciones en la revista MC:

Publicaciones en la revista Terra Incógnita:

Publicaciones en la revista Prótesis:

Publicaciones en Cuaderno Digital

DOS MIRADAS SOBRE FAUSTO

Con su cúpula azul y florentina destacándose entre arquitecturas de color crema y salmón, el Teatro de la Abadía aparece como un islote paradójico y singular en pleno corazón de Madrid. Desacralizada la antigüa Abadía, el lugar se convirtió al culto adoctrinal y laico del teatro. Naves y atrios se convirtieron en patio de butacas, el altar se transformó en escenario. Pero cierta esencia del templo primitivo sobrevive, porque en la Abadía se cuida y se mima el teatro con un fervor casi religioso. Tres años han bastado para que la Abadía cobrase una reputación casi mítica. El respeto al espíritu de los autores, el cuidado de la dicción, la originalidad de los montajes, lo han convertido en el mejor exponente español del teatro de texto. Su equivalente en Portugal podría ser el lisboeta teatro de la Cornucopia. El parentesco y la similitud entre ambos ha sido especialmente notoria durante el pasado fin de semana, cuando los directores de ambas compañías, José Luís Gómez y Luis Miguel Cintra, se dieron cita en Madrid alrededor de un clásico tímidamente recuperado y abordado desde dos perspectivas diferentes: el Fausto de Goethe, y el Fausto de Pessoa.

“Fausto” es el espectáculo estrella del festival de otoño madrileño y permanecerá en cartel hasta bien entrado el año próximo. La críticas no han sido demasiado elogiosas. Parece como si existiese un miedo a la totalidad del Fausto, y así lo han reprochado los críticos. Cierto que tanto la visión de José Luís Gómez como la de Cintra muestran un Fausto parcial, cierto que muchas escenas han sido suprimidas, pero también es indudable que en su mayor concisión y brevedad, Fausto aparece ahora como un personaje más denso y más contemporáneo. En el orígen de esta recuperación están los vínculos de José Luís Gómez con Alemania, un país en el que se formó como actor y de cuya política teatral se declara admirador. El espectador portugués tal vez le recuerde por su papel de “Polidori”, junto a Hugh Grant, en la película “Remando al Viento” de Gónzalo Suárez. Para el espectador español, Gómez es uno de esos actores enraizados en la memoria colectiva de toda una época: el diálogo con José Luis Gómez y con Luis Miguel Cintra nos acerca a comprender qué vigencia tiene hoy el mito de Fausto.

– “Hace un par de años, -nos comenta José Luís Gómez, cayó en mis manos una exégesis del “Urfaust” por un filólogo experto en Goethe, el profesor Alfred Schön. Su visión potencia el elemento lúdico como portador de las cadenas de pensamiento y los grandes temas recurrentes en la obra: el amor, la felicidad, el destino… Reflexionar sobre la obra de Schön me llevó a preguntarme ¿quién es Fausto? En la parte germinal del mito que es el “Urfaust” aparece como un hombre joven y apasionado, quizá el alter ego de un Goethe absorbido por entonces en el impulso romántico del “Sturm und Drang”. Ahí se inició mi interés por volver a él”.

– “El “Urfaust” es magnífico -subraya Götz Loepelmann, director escénico de esta versión. El carácter fragmentario del “Urfaust”, donde resuenan ecos del Fausto irreverente, hilarante y tragicómico de Christopher Marlowe, quizá resulte más moderno hoy en día que la versión final. No olvidemos que George Büchner partió de la fragmentariedad del “Urfaust” para concebir su Woijczech, lo cual es una prueba de la vigencia y la originalidad de su mensaje. En el “Urfaust” está todo el ritmo, la frescura y la fuerza de Goethe durante su periodo “Sturm und Drang”.
Para situar la acción, Gómez y Loepelmann han dado libre curso a su imaginación: escenarios y decorados pasan de la Edad Media al presente a través de todos aquellos entornos donde nuestra retina identifica las imágenes de Fausto y de Mefisto. Como mito intemporal, el tema de Fausto ha sido tocado no sólo por Marlowe y Goethe, sino también por Pessoa, Thomas Mann, Max Beerbom. Como homenaje a los otros Faustos, Luis Miguel Cintra leyó en el Teatro de la Abadía, durante el pasado fin de semana, el Primer Fausto de Pessoa. Con su voz grave y su dominio de todos los registros emotivos cautivó a un público madrileño predominantemente juvenil y entregado. Pessoa vino a fijar el enorme desgarro de Fausto que Goethe había empezado a sugerir: tal vez Fausto sea el texto donde la desolación de Pessoa aparece de una manera más directa, pero la interpretación de Cintra la envolvió en una musicalidad que los españoles supieron apreciar. Luis Miguel Cintra aparecía cansado y preocupado pocas horas antes de la segunda representación. Tuvo la amabilidad de concedernos unas palabras:

¿Tienen los espectadores portugueses el mismo privilegio que los españoles: es decir, escuchar en su voz la lectura del Primer Fausto?

No… ya lo había leído antes, pero siempre fuera de Portugal: una vez en Francia:, y otra vez en la Fundación Gulbenkian. No hace mucho se puso en escena un gran espectáculo que pasó por Madrid, realizado por Ricardo Páez y titulado, Fausto-Fernando, fragmentos. Era un gran espectáculo a partir del Fausto. Ahora bien, para los portugueses ya no tiene mucho sentido una presentación del Fausto de Pessoa como la que se hace en general para los extranjeros: se tiene que ir más lejos porque ya existe la versión de Teresa Sobra Alcunha, o sea, una organización, una edición critíca que ha traído mucho más material del que yo he leído aquí, y además organizado de una manera mucho más compleja, en actos, entreactos, etc. Entonces, para hacer un verdadero trabajo sobre el Fausto de Pessoa se tiene que dar un paso más allá. Acepté leerlo aquí tal como lo había leído antes, de acuerdo con la primera edición de los poemas dramáticos de Pessoa, porque lo estoy haciendo como una lectura en voz alta para un público que no conoce el texto. Pero se tendría que ir un poco más lejos. Esta organización de los fragmentos a mí me gusta como texto para lectura porque intenta hacer una organización lógica de todos los fragmentos, y así para un lector es posible entenderlo un poco mejor, y es posible para el actor crear casi como un monólogo dramático. Pero esta organización, en cierta manera, ya se considera desfasada, porque el material Fausto es mucho más complejo de lo que aparece aquí.

– Y ese material ¿permitiría un dramatización estructurada como tal: con personajes, con un montaje escénico, etc?.

El problema es que Pessoa, durante muchos años, escribió fragmentos, y a veces escenas. Aquí, yo leo dos diálogos, pero hasta los diálogos son fragmentos separados que se añaden para hacer escenas. Pessoa tenía ideas de escenas, un proyecto para una pieza, pero nunca lo terminó: se conserva la escena de los alumnos, la escena de la bodega, la escena con el viejo, la escena con María, y hay otros personajes que aparecen en los diálogos como Cristo, Buda. Pero todo está tan fragmentado que no es posible reconstituir la pieza
– ¿ O sea, que Pessoa fue dejando caer cada papel de su Fausto en su arcón?.

– Algo así, algo así…Teresa Sobra Alcunha afirma que puede reconocer como fecha del primer escrito faústico 1907, y 1933 la última. Son muchos años de obsesión, como en Goethe, pero bueno, Pessoa era así.

– Y su Fausto, ¿aporta algo nuevo al mito?

Lo que pienso es que, como muchas otras veces, Pessoa se aprovecha del mito de Fausto para volver a hablar de sí mismo. Es otra versión de sí mismo lo que aparece en su Fausto. Yo he trabajado sobre fragmentos dramáticos de Pessoa para hacer un espectáculo con María de Medeiros. Ahí me di cuenta de que Pessoa se aprovecha de cualquier personaje y siempre a través de ese personaje está intentando una pequeña metamorfosis de sí mismo. El quid del espectáculo consistía en jugar con esas múltiples metamorfosis. Aquí se trata un poco de lo mismo

– ¿Es posible plantearse a Pessoa como juego?

En nuestro espectáculo muchísimo, ya lo creo. Lo hacíamos con mucho humor, porque también se trataba de esos fragmentos dramáticos que no son de lo más importante que Pessoa escribió. Son cosas que resultan menos profundas, como La Muerte del Príncipe, Salomé, Saki Amuni’. Da la impresión de que eran textos muy libres porque eran muy gratuítos. Con Fausto es diferente: es algo más profundo, porque creo que el mito le decía mucho a Pessoa. Pero también, creo, como una forma de metamorfosis de sí mismo.

– Dada la tenacidad de esa obsesión, dado ese planteamiento ¿podríamos considerar a Fausto como una especie de heterónimo más?

Yo creo que los verdaderos heterónimos, con nombre y apellido, son conceptos que Pessoa ha trabajado muchísimo. Hay una gran coherencia interna en cada verdadero heterónimo. Temo que sería ir demasiado lejos afirmar lo mismo para el Fausto, pero que es una cosa de la misma naturaleza yo creo que sí. Ahí está esa necesidad, esa voluntad de cambiarse en otra personalidad. La diferencia está en que Fausto, el propio personaje, siempre está intentando cambiar, transformarse en otra cosa. Es más difícil entender cuál puede ser ese heterónimo Fausto: el propio Fausto se está buscando siempre, es más bien un doble de Pessoa que un heterónimo de Pessoa.

– ¿Sería posible una lectura dramática semejante a ésta sobre ese otro Fausto alumbrado por los trabajos de la señora Alcunha?

Bueno, el trabajo de Teresa Sobra Alcunha es tan bueno, que es casi como una traición basarse en la primera versión, porque ya está superada. Disponemos de una versión mucho más completa. Pero es tan seria y tan completa, que si la leo, no creo que saliésemos de la Abadía.La organización critíca aumenta mucho el material, lo organiza como pieza, por actos, y eso lo hace muy complejo para una lectura en voz alta. Quedaría la solución de cortar, cortar mucho, y entonces ya desaparece la idea de la organización de esa edición, que es muy buena. No sabiendo qué hacer, opté por la organización primera que yo conocía, y que conocemos todos. La organización de Freitas da Costa, que es de los años 50 tiene la virtud de que, además de ser muy bonita, permite transitar de un fragmento a otra y se encuentra una lógica, una lógica muy distinta a la que plantea Teresa Sobra Alcunha.

– ¿Entraña mucha dificultad decir a Pessoa?

A mí personalmente me gusta mucho… Pessoa escribe de muchas maneras, pero muchas veces conserva el tono del habla. Tiene una poesía muy oral: es como si estuviera hablando en voz alta, y eso lo facilita mucho para la lectura. Es una poesía que puede decirse con mucha naturalidad. Sobre todo Alvaro de Campos. Sus poemas son casi monólogos dramáticos, todos. Yo he leído muchas veces ya La Oda Marítima. Y es como una monólogo dramático. Parece la transcripción de un texto oral. Con Reis, por ejemplo, sería, distinto, pero en general es un poeta muy agradable de leer, y tiene una respiración del verso que lo hace confortable para la lectura. La respiración es larga, y los versos emotivos. Al actor le gusta eso.

– Pero hay que tener una gran riqueza de tonos para llegar hasta el fondo de la oscuridad de Pessoa…

Ayer me comentaba José Luís que Pessoa habla continuamente de que Fausto tiene el alma helada, del frío interior. Pero lo que se siente es una enorme emoción, y no ese frío del que habla. Y el decía, y creo que tiene razón, que bajo ese frío late el fuego del pensamiento. Creo que Pessoa a menudo funciona así: toda esa lucidez, y ese complicado pensamiento filosófico, son una forma de alimentar el fuego interior y la emotividad de una manera totalmente abstracta. Lo que le interesa a él, el sentido de toda su filosofía, es sentirse, y sentirse a través de las emociones.

– Con José Luis Gómez le une una gran amistad. Ambos han puesto en marcha una aventura teatral de características muy semejantes ¿Qué puntos de concomitancia puede existir entre la Abadía y el Teatro de la Cornucopia?

Si comparamos la historia de las dos compañías, el Teatro de la Cornucopia estaría más cerca del Lliure de Barcelona. El próximo año cumpliremos ya los 25 años de edad, y nuestro repertorio coincide a menudo con el repertorio del LLiure en Barcelona.

– ¿Deliberadamente?

No, por puro azar: y se percibe en el repertorio la misma flexibilidad que el LLiure ha tenido a la hora de representar textos de muchos países diferentes, y de muchas épocas diferentes; a su vez, la Compañía no está sometida a un estilo que la obligue a prescindir de representar textos de muchas naturalezas. Ahora bien, es cierto que las dos compañías tienen mucho en común: tanto la Abadía como la Cornucopia están dirigidas por un actor, más o menos de la misma edad, la personalidad de los dos directores marca la personalidad de las compañías, y nuestra posición es la misma: hacer un teatro que no es oficial, pero que es reconocido como un teatro de primera calidad. Creo que hay también una preocupación por un teatro hecho de una forma muy seria, y con un carácter decididamente experimental. José Luís lo ha llevado a cabo a través del trabajo con los alumnos, porque la Abadía tiene también esa componente de laboratorio con los actores, que la Cornucopia no tiene de manera explícita, pero nosotros intentamos no estancarnos, intentamos siempre sorprender al público: lo que no es fácil al cabo de 25 años. No utilizar la imagen ya conquistada, sino siempre sorprender y hacer una cosa diferente, y también llamar a los actores más jovenes, porque también son nueva energía para la compañía y porque les sirve a ellos de formación. Ciertamente, existe entre ambos un gran paralelismo. Cuando yo vi aquí en Madrid “La Vida es Sueño”, de José Luís, me gustó tanto que decidí hablarle e invitarlo a dirigir Cornocupia en Portugal. Nunca fue posible, pero es verdad que hay como una fraternidad entre las dos compañías que empezó desde el momento en que yo vi ese espectáculo y me gustó tanto. Tiene mucho de amistad natural, más que oficial.

Desde los 21 hasta los 82 años Goethe no dejó de escribir y reescribir la historia de Fausto. Desde 1907 hasta 1933, Pessoa escribió y reescribió su propio Fausto. Gómez y Cintra nos han acercado al comienzo de esa magnífica locura. Ahora, sólo queda esperar el día en que podamos asistir sobre la escena a la representación de esa locura completa.

JONATHAN COE, EN BUSCA DEL SUEÑO

Cuando Jonathan Coe visitó España, hace dos años, le interesó mucho conocer las costumbres latinas por lo que al sueño se refiere. Era verano, las noches resultaban densas y  prolijas  al lado del Cantábrico, y a las dos de la madrugada todavía nos demoraba una copa de Campari que poco a poco iba dando un sabor seco y dulce a una conversación llena de involuciones y meandros sobre los westerns de Anthony Mann protagonizados por James Stewart. Jonathan Coe es un gran conocedor de James Stewart: lo ha biografiado, lo ha estudiado, y ha terminado por parecerse incluso físicamente. Su presencia irradia esa timidez, ese cierto desamparo, que James Stewart imprimiese a cada uno de sus fotogramas.

Aquella noche, no entendía uno muy bien los fogonazos súbitos de interés, aquel interés clínico que le llevaba a consultar cada media hora o tres cuartos su reloj, para dirigirnos con impávida naturalidad  preguntas en apariencia intempestivas que ahora, con la publicación de “La Casa del Sueño”, ya empiezan a cobrar sentido:

…“es la una y media y todavía hay tanta gente por la calle…¿a qué hora se acuestan los españoles?…¿y los italianos?, ¿cuántas horas duermen?… ¿no es peligroso irse a la cama después de una cena tan pesada?

Por esas fechas, Coe podría estar dando los últimos toques a su “Casa del Sueño”, pero para nosotros todavía era el autor de “What a Carve Up”, “Menudo reparto”, el descubrimiento memorable de aquel verano, la novela ciclón que uno se había tragado de golpe con una sensación de creciente perplejidad y asombrada maravilla, la invitación irresistible a incurrir, sin anestesia ni protección de ningún tipo, en esa droga dulce pero asombrosamente potente que es la literatura de Jonathan Coe.

 Desde entonces vive uno profundamente enganchado a esa droga y no tiene intención alguna de inocularse contra ella, pero en medio del vaporoso delirio al que arrastran las historias de Jonatahn Coe aún se abre paso una voz interna que se interroga a si misma en términos inquietantes: este muchacho, este Jonathan Coe ¿no tendrá un pacto secreto con el diablo?, ¿no será quizá la reencarnación de aquel Enoch Soames que concibiera Max Beerbohm, o quizá la reencarnación del mismo Max Beerbohm que concibiera las travesuras inefables de Zuleika Dobson? ¿Cómo se puede volar sino a esa altura, en el cielo de Icaro, con alas de cera y sin miedo a caerse? ¿Quién será? ¿Quién será este Jonathan Coe, este intrigante y misterioso Jonathan Coe?

         Alguno se preguntaba: ¿Hermano, primo, familiar de Sebastian Coe? Ni una cosa ni otra: Jonathan Coe resultó corredor no de media sino de largas distancias, pero pulverizadas a velocidad de galgo. Y para colmo del símil deportivo, el protagonista de su novela se llamaba Michael Owen, un tipo capaz de encajarle a la realidad goles que envidiaría el mismísimo delantero del Liverpool.

         Y otros se preguntaban: ¿discípulo de Evelyn Waugh?, o ¿tal vez de Angus Wilson? Para encontrarse con que Coe se escabullía, escurridizo y ágil, de todo aquel que intentaba demarcarle y cercarle en territorios y categorías identificables: “la verdad es que ninguno de los dos me gusta demasiado; no soy capaz de reconocer grandes influencias, salvo quizá la de Billy Wilder, el Billy Wilder de “El Apartamento” y de “Con faldas y a lo loco”.

         Después llegó el deslumbramiento: “What a Carve Up”, la historia de aquel patético muchacho que salía de su catacumba cinéfila en un destartalado piso del suroeste de Londres cuando una anciana loca le encomendaba escribir la crónica de la terrible, viscosa, repelente y muy tory familia Winshaw. Y su historia iba creciendo poco a poco en espirales, hilvanando su magia a través de fragmentos que a poco de nacer cesaban y dejaban  en suspenso el misterio de su continuidad, que cedían paso a otros fragmentos no menos misteriosos pero aparentemente desconectados,  hasta que cada elemento empezaba a ordenarse con los otros en vaivenes cambiantes que abarcaban en una sola novela todo tipo de novelas: de la implacable sátira social a los terrores de las más densa novela gótica, del suspense de las novelas de misterio a los tonos más íntimos de una confesión a corazón abierto. Dicho de otro modo: la novela como una apasionante aventura, como una intensa liberación.

         “La Casa del Sueño” es la nueva propuesta de Jonathan Coe para perderse en la novela como aventura total.

         Podríamos cartografiarla, como si se tratase de una pequeña guía para internarse en el planeta Jonathan Coe:

 

1)      Jonathan Coe es un cinéfilo compulsivo. Pero cuidado, esto no quiere decir que sea un mero aficionado al cine. En Coe la pasión por el cine es devoradora, absorbente, abstracta,  obsesiva, tenaz, transgresora, cruel, fantasmal, tétrica, exaltante, exigente, vigorosa, virulenta, total. Tanto “Menudo Reparto” como “La Casa del Sueño” exhalan y traspiran cine por los cuatro costados.  Y sin embargo son las novelas menos cinematográficas que concebirse pueda. Salvo por un detalle: están atadas con mano de hierro, como los mejores guiones clásicos. No falta ni sobra nada. Pero los procedimientos para conseguirlo tienen mucho más que ver con la libertad desatada de que dispone el escritor frente al realizador cinematográfico: volar por encima del espacio y del tiempo, susurrar alusiones, tender y recoger cabos, superponer planos. El estilo de Coe desemboca siempre en la magia. “La Casa del Sueño” es, entre otras muchas cosas, una apasionada defensa de la magia del cine clásico frente al esquematismo prefabricado del cine moderno, un alegato a favor del sueño europeo frente a la industria americano. El triste destino del insomne crítico cinematográfico que ronda por esta novela, contado con mucho humor, garantizará el placer y la delicia de los cinéfilos que también amen la literatura.

2)      Jonathan Coe es músico. Sobrevivió como pianista de jazz en los garitos londinenses de los 80. Tocaba “My Funny Valentine” mientras por su otro oído entraban las canciones de los “Smiths”, los “Housemartins” o “Everything but the Girl”. Es importante tener en cuenta que Jonathan Coe es (o fue) pianista porque sus novelas son la interpretación final de un músico sentado ante una página en blanco. La nostalgia de las teclas del piano resuena en cada página: ¿Puede sonar una novela como una balada de Erroll Garner, de Tete Montoliú o de Michel Petruccianni? Ahí están las novelas de Jonathan Coe para demostrar que tal alianza es factible: su estilo es un placer para el oído.

3)      Jonathan Coe es tímido. Muy tímido. Extremadamente tímido. Inteligentemente tímido. Con esa timidez que se deja querer, y que impregna a sus personajes el cuño de un afecto que uno reserva para sus mejores amigos: como los personajes de Dickens, se quedan con uno para siempre.

  • Jonathan Coe es inglés. Muy inglés. Esto se deja sentir especialmente en el sentido del humor, siempre inteligente y siempre eficaz. La risa, e incluso en ocasiones la carcajada, acompañan al lector por muchos capítulos de “La Casa del Sueño”, una risa graduada y saludable que actúa como tampón contra la grandilocuencia y los lugares comunes. No hay sólo lugar común en Coe: nunca se sabe qué puede salir de su caja de prestidigitador
  • Jonathan Coe está reinventando el género gótico con elementos absolutamente modernos. Hay mucho de Frankenstein en los sótanos de esta “Casa del Sueño” situada sobre los lúgubres acantilados de Ashdown, donde un odioso psicológo busca la fórmula para extirpar a los hombres la necesidad de dormir. Nada hay de pastiche ni de imitación en esta visita a un viejo mito: por el contrario, Jonathan Coe posee las claves para escribir una literatura gótica absolutamente moderna, y absolutamente vigente, pese a que sus fuentes góticas no son difíciles de rastrear. El mismo las declara: como “What a Carve Up”, “La Casa del Sueño” se nutre de la misteriosa hipnosis que sobre Jonathan Coe parecen ejercer tanto las novelas de un misterioso escritor llamado Frank King, como una vieja película muda titulada “The Ghoul”.

 

  • Jonathan Coe escribió en “What a Carve Up” una de las mejores sátiras contra el poder de este final de milenio: tampoco “La Casa del Sueño” carece de dinamita, aunque prevalezca el elemento romántico. Es, sobre todo, una desaforada historia de amor contada de forma harto misteriosa y original, entre vertiginosos saltos en el tiempo, cambios de sexo, coincidencias y analogías.

 

La única inquietud tras concluir la gozosa lectura de “La Casa del Sueño” surge al preguntarse si la fórmula que ha permitido a Coe alumbrar dos obras maestras no empezará ya a agotarse. De hecho, en algún momento de la obra la narración deja traslucir ya cierto sabor a fórmula, a escritura que se imita a sí misma. La concesión del premio Femina parece completamente justificada., pero uno no puede dejar de preguntarse con expectación qué puede depararnos en el futuro Jonathan Coe. Con “La Casa del Sueño” ha logrado una obra maestra pero también ha llegado a una encrucijada, al agotamiento de un original y perturbador esquema narrativo. Salir de esa encrucijada es un desafío que nos tiene ya expectantes , en vilo. Ojalá no tarde mucho en llegar algo nuevo de Jonathan Coe.

JOSÉ AGUSTÍN  GOYTISOLO: EL FINAL DE UN ADIÓS

Casi todo en José Agustín Goytisolo (Barcelona, 1928), que murió el pasado 20 de marzo en Barcelona, en circunstancias vagas y misteriosas, aptas para cualquiera de sus poemas, era singular: ser poeta, por ejemplo, en una familia de narradores (sus hermanos Luis y Juan son dos de los novelistas más destacados de la moderna literatura española), y ser un poeta, siempre, íntegramente fiel a sí mismo, por encima de tendencias o avatares, dueño de una palabra escueta, y contenida, pero capaz de trazar las formas de la elegía, la esperanza y el dolor con una hondura siempre conmovedora, y siempre profundamente comunicativa. Se dio a conocer en 1955 con el libro “El Retorno”, prologado por José Luís Aranguren, y uno de los más hermosos poemarios en castellano de este siglo. A José Agustín Goytisolo le acechaba el fantasma de su madre, Julia Gay, muerta en 1936, una víctima civil del bombardeo de Barcelona por la aviación franquista. La presencia de Julia Gay, la madre muerta, retorna en ese libro a los versos que su hijo le dedicaría casi 20 años más tarde con la intensidad melancólica, incandescente, que sólo pueden tener los fantasmas anhelados y queridos. ¿Quién fue Julia Gay?: “Llora conmigo hermano/Era mujer y hermosa. No tenía/nieve sobre los años”. A partir de ese momento, la muerte se clavó hondamente en la memoria de José Agustín Goytisolo, : a la ausencia y la melancolía le arrancó los mejores poemas de sus momentos más íntimos. No soportaba la mediocridad ni la grandilocuencia: por ello destacó en la sátira, y le dio libre curso en  su siguiente libro “Salmos al viento”(1958), repleto de ingeniosas, divertidas y lúcidas invectivas contra los poetas que ejercen de poetas. Sus libros posteriores, “Años decisivos”, “Bajo tolerancia” o “Taller de arquitectura” lo consagraron como un admirable poeta civil: sus poemas se adelgazaban como el humo de un cigarrillo, pero el humo siempre se expandía en volutas, y las volutas se deshacían en nubes. En aquellos años de la España franquista, una palabra todavía podía salvar una vida. Las palabras eran… otra cosa. Esa vida intensa de la palabra civil, hondamente compartida por la comunidad, alienta en sus “Palabras para Julia”, libro al que Paco Ibáñez  puso música, y que se convirtió en toda una consigna para la conciencia rebelde y vitalista de muchos españoles en época tardofranquista. En sus últimos libros, ya en los noventa, José Agustín Goytisolo recuperó un tono íntimo y elegíaco que, ahondado por la madurez y la experiencia de los años, convierte en gratísima lectura poemarios como “La Noche le es propicia”, recreación de una noche de amor entre dos amantes furtivos que no volverán a verse, o “Como los trenes esta noche”, balance sentimental de una vida bien vivida, versos con sabor a whisky y al tabaco negro que siempre le gustó fumar. Goytisolo realizó una interesante recopilación de poesía catalana contemporánea, y fue un admirable traductor de poesía italiana. Admiraba sobremanera a Cesare Pavese. Nunca sabremos si, como Pavese, decidió mirar a la muerte cara a cara, o si fue la muerte quien vino y tomó sus ojos. El pasado 20 de marzo, José Agustín Goytisolo se desplomaba en el vacío desde la ventana de su casa barcelonesa; sobre la mesa del salón le esperaba el cigarrillo que no llegó a fumar, y el whisky que no llegó a terminar. Fue, con Carlos Barral y con Jaime Gil de Biedma, el gran poeta barcelonés en español de este siglo, y uno de los más destacados representanes de la generación de los 50. Fue un hombre silencioso y cordial; mordaz  y enamorado. Tenía tendencia a la depresión y tal vez, como Pavese, manía de soledad. Fue un tipo admirable. Y se marchó en silencio, sin hacer apenas ruido. Para quien desee acercarse a su obra, la editorial española “Cátedra” acaba de presentar una antología que expurga con buen criterio los 21 libros publicados en vida por Goytisolo.

SABATO “ANTES DEL FIN”

Toda autobiografía, para ser creíble, debe amoldarse a la forma que dibuja la existencia de quien se escribe a sí mismo. Las memorias de Ernesto Sábato, “Antes del Fin” respetan esta premisa hasta el punto de la semejanza física: son enérgicamente delgadas y tensas como él mismo … toda una vida apresada en un puñado de páginas melancólicas, sobre las que no sopla ya la más mínima esperanza de redención. Tienen la tristeza de esas autobiografías que no cuentan “he vivido”, sino que parecen susurrar al oído “voy a morir”. Están escritas desde el lugar en que uno ya no cree en la propia vida, fantasmagoría que parece haber vivido otro, naufragio del que uno se rescata al levantarse del insomnio a las cuatro de la madrugada, para prepararse una taza de té en la cocina. Las confidencias de Sábato son tristes, muy tristes, pero a esa hora de la madrugada en que nos invita a compartirlas, bajo la luz del flexo en la cocina, se insinúa el vago consuelo de una oración.  Cuando han muerto todos los seres queridos, cuando nada queda detrás, un hombre se desdibuja en el tiempo y termina arrinconado contra un lugar solitario, sin apenas recursos para engañar a la muerte. Lo que más estremece en la autobiografía de Ernesto Sábato es su silencio escueto de plegaria: la forma de decir todo eso, de aludir a la muerte, sin nombrarla.

            Lejos de tantos escritores porteños que hicieron de la anglofilia, la francofilia o cualquier otro tipo de eurofilia su divisa, Sábato es deudor de otra patria espiritual. La sangre eslava que corre por sus venas (su madre era albanesa) tal vez no sea ajena al hecho de que sea el autor que mejor se ha acercado en castellano al universo torturado de Dostoyevsky. En sus ficciones, la curva de la esquizofrenia queda trazada con tanta nitidez y hondura como en las mejores páginas de “Los Endemoniados”. Fue Albert Camus el primero que, impactado por su sequedad e intensidad, reconoció la importancia de “El Túnel”, después de que Victoria Ocampo, patricia de la sociedad literaria bonaerense, rechazase su publicación. Era otro Buenos Aires el de Sábato, no el de club inglés y tertulias de té con pastas, sino una ciudad de descampados que se reconocía a sí misma en el desgarro del tango, los parques descuidados del suburbio en la melancolía del atardecer, las calles caóticas por donde erraban sus personajes obsesivos y platónicos, irreparablemente derrotados en su combate contra una sociedad incomprensible y hostil: el pintor Castel abocado al único crimen que tal vez merezca de verdad la compasión y el perdón,  el siniestro Fernando Vidal Olmos que visitaba el infierno en el Informe sobre Ciegos, o el propio Sábato que juega siniestramente consigo mismo y sus fantasmas en “Abbadón el Exterminador” Un breve corpus narrativo abierto al abismo, tres novelas que se reflejan una en otra con una dureza compacta y perfecta, que de una en otra recrean sus significados, y que no siempre fueron bien acogidas por la crítica. A partir de “El Túnel”, Sábato fue acusado de torpeza, de repetirse a sí mismo, de extrapolar un infierno personal a una visión general de la sociedad y del mundo. La crudeza y la convicción de su estilo, su sinceridad a flor de piel, le rescatan de todas esas acusaciones banales. Y además, el tiempo vino a convertir en  trágica realidad el apocalipsis que Sábato había presentido. Varios años más tarde, hasta sus detractores aceptaron que fuese el propio Sábato quien se encargase de dirigir otro informe. No el “Informe sobre Ciegos”, sino el Informe Sábato, el informe sobre las cincuenta mil personas secuestradas, desaparecidas y torturadas en Argentina durante la dictadura militar.

            El infierno empieza a perder consistencia cuando se convierte en una realidad tan palmaria: quien lo ha vivido se vuelve hosco a las confidencias autobiográficas, porque la vida cobra un esquematismo esencial que no deja gran espacio para la biografía, tan solo para una plegaria en cuyo fondo se escucha el eco de aquella palabra que ya exclamase cierto personaje de Conrad : el horror… el horror.

LA HERIDA DE LORCA

Y por fin llegó el día del Centenario, ese 5 de junio en que Federico García Lorca hubiese cumplido los 100 años que su compañero generacional, Rafael Alberti, está a punto de cumplir en su casa del Puerto de Santa María. Extraño pensar eso, porque Lorca hace muchos años que murió físicamente, frente a un pelotón de fusilamiento, acribillado por balas franquistas, exacerbando hasta el extremo la vieja tradición española de eliminar a los poetas e intelectuales de la manera más violenta posible. Lorca hubiese cumplido cien años el pasado 5 de junio, pero España sólo le dejó vivir 38: y gracias, en parte, a que varios de esos años transcurrieron en el extranjero.
Quizá para lavar esa afrenta, para cicatrizar la inmensa herida de la muerte de Lorca, el Centenario de su nacimiento apunta el secreto objetivo de una canonización en toda regla: convertirlo en el poeta español por decreto oficial, en el Cervantes del siglo XX, deglutirlo y cercarlo tras las lindes de lo políticamente correcto. Lorca “for export”; Lorca para los textos de literatura española en bachilleratos. Se ha discutido y se ha hablado mucho de Lorca, pero en general, con el distanciamiento que uno ha de guardar frente a un objeto de veneración. ¿Podría ser este centenario el fusil para un segundo ajusticiamiento de Lorca? En cualquier caso, una beatitud de sacristía y cementerio amenaza con amortajar a la poesía de Lorca en el panteón de las glorias nacionales.
En este contexto, los que disienten lo hacen en voz baja, como pidiendo perdón. Con excusas previas, un crítico del diario “El Mundo” calificó su teatro de histérico, su poesía de rechinante, la exaltación de una Andalucía de charanga y pandereta. Opiniones perfectamente válidas y que, sean o no sean correctas, ayudan a compensar la mucha hipocresía del entusiasmo oficial. Porque la relación de España con Lorca no deja de estar salpicada de hipocresías.
Lorca se marchó de España porque, muchos años antes de ser fusilado, su obra había sido vilipendiada e incomprendida por la crítica. Lorca se fue a Nueva York porque en América podía encontrar, esencialmente, lo que no tenía en España: comprensión y dinero. América le cambió. El largo periplo por Nueva York y la Habana, el contacto con la cultura negra y el jazz, con las películas de Buster Keaton y el frenesí urbano de Manhattan, le hicieron otro hombre. Y ese hombre, el que volvió a España para morir poco tiempo después, ni siquiera hoy es fácil de encajar para los apóstoles de la versión oficial.
En la voluntad expresa de descafeinar a Lorca, de situarlo en un limbo poético más allá del bien y del mal, se deja de lado la evidencia de que Lorca volvió de América convertido en un hombre con un profundo compromiso político, materializado tanto en su proyecto de teatro popular “La Barraca” como en su apoyo activo a la coalición izquierdista del Frente Popular. Hay un empeño generalizado por escindir la personalidad y la obra de Lorca en dos vertientes, la populista y la hermética, sin percibir que, desde su postura ética y estética, son dos caras de la misma moneda que su contemporáneo exacto, Bertolt Brecht, estaba acuñando en un peregrinaje muy similar al del poeta granadino.
Lorca corre el peligro de convertirse en lo que más temió y detestó en vida: en un mito. Y la opresiva estatura del mito amenaza con cegar los numerosos y sorprendentes guiños que su obra absolutamente moderna encierra para el lector actual: el peso vertiginoso del instinto, la sangre y el deseo que golpean, el desgarro desmesurado de un grito gitano en medio de una tarde ardiente de sol y de muerte. Quedan muchas cosas de Lorca: tal vez no el empacho de surrealismo mal digerido en un Nueva York que sólo cuatro paloma chapoteando entre aguas pútridas acierta a dibujar, pero sí los tímidos y admirables poemas modernistas de su juventud, sí las confesiones secretas de su Diván del Tamarit. Sólo sometido a una lectura crítica y permanente Lorca seguirá vivo: y es ese Lorca el que ahora debe enfrentarse a un segundo pelotón de fusilamiento.

FANTASMAS DE LOS BALKANES

Lo afirma Robert Kaplan, uno de los grandes viajeros balcánicos de los últimos tiempos (“Balkan Ghosts”), y no es una afirmación gratuita: “Black Lamb and Grey Falcon”, de Rebecca West, es tal vez el mejor libro de viajes del siglo XX. Es un libro sobre Yugoslavia, que a su vez se proyecta más allá de Yugoslavia. Rebecca West escribió la epopeya y la tragedia de los pueblos balcánicos. Y lo hizo en gran estilo: con la prosa soberbia de la novelista que ha aprendido la lección de Henry James, y de la periodista que, curtida en la defensa de causas feministas e izquierdistas, ha aprendido a afilar las palabras como estiletes. Es un libro a la altura del Gibbon de “Decline and Fall of the Roman Empire”. Marmóreo. Clásico.

Según Kaplan, Rebecca West escuchó por vez primera el nombre “Yugoslavia” a principios de los años 30. Alguien llevó hasta el lecho donde convalecía la noticia del asesinato del rey Alejando de Serbia. Más tarde vio imágenes del entierro en un documental. Y sintió una oscura premonición. O tal vez, dos oscuras premoniciones. La primera: que tras la muerte del rey serbio anidaba la sombra de una tragedia mayor que la de 1914. No se equivocaba. La segunda: que su nombre estaría unido para siempre al de Yugoslavia. Aquí, sí se equivocaba. A Rebecca West se la recuerda hoy en día, sobre todo, por haber sido la amante de H.G. Wells. No por haber sido la gran descubridora de los Balkanes como tema literario, no por haber sido la gran historiadora de su pasado. Sobre todo, de su pasado medieval. La civilización serbia se hundió a manos de los turcos cuando el resto de Europa empezaba a salir de la Edad Media. Pero antes dejó el testimonio de sí misma en los fastuosos monasterios de Kossovo. Rebecca West revive la complejidad de esos procesos históricos, antes de trasladarnos al esplendor mágico de Grachanitsa, donde los pintores y orfebres serbios crearon los perfiles de un arte que más tarde pudo conocerse en Occidente a través del Greco. La épica de los pueblos occidentales es una épica de la victoria; los serbios se vieron obligados a cantar su derrota. Rebecca West transcribe un fragmento del poema de Lazar: los pensamientos del Tsar Lazar la noche antes del combate, cuando un halcón le anuncia que sus ejércitos serán derrotados:

                   ¿Qué reino elegiré, Dios mío?

                   ¿Elegiré un reino celestial?

                   ¿Elegiré un reino terrenal?

                   Pero los reinos terrenales son fugaces,

                   Mientras que los celestiales son eternos.

En el poema, Lazar elige el reino celestial, y construye una iglesia en Kossovo antes de marchar hacia la derrota: una derrota que, según Rebecca West, fue un enorme suicidio colectivo. Un suicidio colectivo y asumido. Después, la historia se detuvo. O al menos, la historia europea. Por los Balkanes no pasó el Renacimiento. No pasó la Ilustración. Ni la Revolución Industrial. Pero sí empezó otra historia: una historia marcada por otro tiempo, otras formas, y en una pequeña ciudad llamada Visegrad, en la frontera entre Serbia y Bosnia, un visir turco, Mehmet Pachá, ordenó la construcción de un inmenso y magnífico puente sobre el Drina.

         Tres años después del viaje de Rebecca West, Ivo Andric se escondía de los nazis por los sótanos y las azoteas de Belgrado. Y en los escasos momentos que podía robar a la dura tarea de intentar sobrevivir, componía la epopeya de los quinientos años de ese puente sobre el Drina, quinientos años en la vida de Bosnia: una metáfora de la supervivencia en una región donde las guerras borran rápidamente la memoria de las generaciones, y donde pocas cosas consiguen perpetuarse, salvo el odio y la intolerancia. Ivo Andric estaba cansado de sangre, y aunque su puente empieza por una magia infantil, no tarda en propagarse la crueldad: el visir ordena el empalamiento del primer saboteador ante los ojos de los campesinos. Poco después, desfilarán por el puente los refugiados turcos que huyen de las primeras revueltas serbias, en una andrajosa desolación que nos remite a imágenes actuales. Y en el transcurso de los siglos, colgarán sobre el puente cabezas decapitadas de serbios, o se suicidará un oficial austriaco traicionado por los ojos negros de una muchacha turca, o el diablo arrebatará el alma y las riquezas de un campesino, o bailarán sobre el vacío los amantes despechados, o se oirán las conversaciones de los estudiantes que traman el asesinato del emperador Franz Ferdinand. Visegrad podría parecerse a una ciudad del Algarve o de Andalucía si la historia hubiese sido diferente: si otras etnias no hubiesen sido desterrradas de países que hoy se enorgullecen de pertenecer a Occidente, y de encontrar ajeno el discurso de la otra historia, la que nos devuelve el puente sobre el Drina: la historia de esa Europa Oriental tan cercana y tan enormemente lejana.

         Rebecca West pasó en 1938 por Visegrad y vio el puente sobre el Drina. Lo describió como una construcción oscura, extraña y majestuosa, con algún oscuro presentimiento, acaso, de que tres años después un escritor yugoslavo hostigado por los nazis lo convertiría en una de las grandes metáforas de la novelística europea.

         Pero el puente sobre el Drina no era eterno. Ni siquiera él pudo sobrevivir a esta década sangrienta e irracional. En 1991 cayeron las primeras bombas sobre Eslovenia. Dubrovnik fue bombardeado. En Srebrenica, no lejos de Visegrad, los croatas fueron obligados a comerse sus propios ojos, antes de recibir un tiro en la nuca. Y así hasta llegar al éxodo dantesco de los albanokosavares, y su hacinamiento ante las fronteras de Macedonia y Albania.

         La escritora croata Slavenka Drakulic ha interpretado con enorme sutileza el lenguaje y los signos de la guerra en sus libros “The Balkan Express” y “Holograms of Fear”. Volvemos a las primeras bombas sobre Liubliana en el verano de 1991, y a la sorpresa inicial que supone el descubrimiento de estar en guerra. La guerra empieza por los pasos apresuarados de alguien que huye por una calle, por ciertas palabras de odio en un tranvía, y termina por adquirir la dimensión de un enorme monstruo mitológico que aterroriza a la región. La pistola que el padre utilizó cuando era un partisano junto a Tito vuelve a la vida. Y la revelación cuando un soldado del frente narra que lo más aterrador es matar a un hombre “por primera vez”. Y lo que significa convertirse de pronto en un deportado, en un refugiado, en un desplazado.

         Huir del bombardeo diario de noticias y acudir a la literatura como un medio de entender algo sobre la guerra de los Balcanes permite entender, sobre todo, que la guerra está a ras de suelo, y no en las sofisticadas cabinas de los aviones de la NATO. La guerra está en otro lugar, en otro tiempo, en otro discurso histórico. Tal vez nuestra perplejidad de occidentales provenga de no poder asumir que la guerra es un elemento más en el discurso de esa historia, o de no saber discernir si esa historia nos implica. O si es ajena.

ANGELES A RAS DE SUELO

La historia posterior ha convertido a “Cielo sobre Berlín” en un museo de imágenes proféticas, el último legado de un tiempo que cada vez parece más incomprensible. ¿Qué fue de aquel Berlín? ¿Recuerdas? No habían pasado ni dos años desde el estreno de la película cuando a primeras horas de una noche de invierno, una lluviosa noche de noviembre, una joven pareja de Berlín este se acercó a una de las puertas del muro, quizás el límite de su paseo habitual. En Berlín no era nada fácil perderse; siempre se llegaba al muro.  Siempre era el final de todos los paseos. Marcaba con una tenacidad irritante la frontera entre dos mundos empeñados en desconocerse. Berlín nunca se prolongaba, se autolimitaba.

En las fachadas de los viejos edificios de la parte este, desfiguradas por los impactos de balas y morteros del 45, aún podía leerse el último capítulo de la segunda guerra mundial; los soldados rusos paseaban una sonrisa tan vasta como Siberia por las tardes de los domingos soleados en Unter den Linden, los Trabies respiraban quejumbrosamente su pesado aliento de dióxido de carbono, el silbido de un Mig atravesaba el aire, tan fino como la arena, una voz de acento cubano animaba el letargo del café “Corso” tras el Palacio de la República, y desde el restaurante giratorio de la Torre de la Televisión se ofrecía la perspectiva, si uno tenía animos para soportar la cola y subir hasta arriba, de contemplar Berlín, la ciudad silenciosa, a vista de ángel. Berlín este era plomizo y gris, ajeno al misterio de su propio pasado.

El lado oeste aún era más desconcertante que el lado este: un llamativo, chillón y luminoso islote  de guirlandas capitalistas en medio de territorio comunista. Vitrinas con lujosos productos de joyería y relojería se alargaban por la Kurfurstendam como un ostentoso collar de pedrería fina, sobre cuyas cuentas se apalancaban noche tras noche las prostitutas iluminadas por el neón de las discotecas y los cafés, esperando la puerta abierta de un Porsche o de un Mercedes último modelo. A fuerza de proclamar y trompetear ostentosamente su riqueza, el oeste había terminado por cobrar la silueta repelente de un yuppie triunfador, adinerado y pijotero.

Más que separar dos mundos ideológicamente enfrentados, el Muro parecía, en esos últimos años, el símbolo del eterno antagonismo entre ricos y pobres, sin más.

Siempre son los pobres quienes ansían abrir la puerta de la casa de los ricos: de manera que cuando aquella joven pareja de Berlín este se animó a dar un paso al otro lado del muro, quizá no hacía sino incurrir en un gesto largamente repetido: la guinda final de su paseo. Quizá lo hacían todas las noches, y quizás todas las noches encontraban la mirada reprobatoria del Vopo de turno acantonado en su garita. Bastaría esa mirada para renunciar a la esperanza de ir a contemplar las vitrinas de la Kudamm. Pero esa noche la pareja dio el paso, y el Vopo  ni se inmutó; siguió mirando al frente con aplicada concentración, como si acabase de descubrir en el aire el revoloteo del punto OM. La pareja dio otro paso, y el Vopo siguió impasible. Al tercer paso ya empezaron a mosquearse: “Oye Vopo, no ves que estamos cruzando el Muro.” Veinticuatro horas antes, los hubiese encañonado un Kalashnikoff, pero esa noche el Vopo se limitó a asentir, y a hacerles un gesto con la mano para que pasasen rápido y le dejasen en paz. “El Muro está abierto”, dijo el Vopo, y la pareja continuó su camino, bajo la sombra alargada e invisible del ángel Casiel. Un tipo que acababa de emborracharse se restregó los ojos después de contemplar la escena y quiso hacer la prueba. También pasó el Muro. Se acercaron dos que se habían sorprendido muchísimo al ver todo esto desde lejos, y también pasaron el Muro. Vinieron muchos, y todos pasaban el Muro. Empezó a correrse por Berlín que la gente llegaba hasta el Muro, y lo pasaba. Después se acercaron los de la televisión con sus cámaras, y lo filmaron: era cierto, la gente pasaba el Muro y no ocurría nada. Lo anunciaron por la radio, y todos nos enteramos: durante varios días, todos estuvimos cruzando el Muro de Berlín, pero sobre todo la gente de Berlín este, que se acercaba a comprar plátanos -mercancía exótica-, y a admirar los estantes de la Warenhaus, como un testimonio definitivo de que las vitrinas y los Porsches de la Kudamm habían triunfado aplastantemente sobre los Trabies y las colas, para subir a la torre de la televisión. La historia empezaba allí donde Wenders la había dejado suspendida.

En la imagen final de “Cielo sobre Berlín”, Homero, el narrador de historias y leyendas, el creador de mitos, es un viejecito abrumado y fatigado que camina desafiantemente, como si no existiera ya, hacia ese Muro que fragilmente le cierra el paso, pero que no tardaría ni dos años más en soportar el peso de su propia anacronía. Dos ángeles vagabundeaban junto a Homero por las calles de esa ciudad que era dos ciudades. Era invierno, hacía frío, y los ángeles, pese a ser ángeles, exalaban bocanadas de aliento que se vaporizaba en el aire. Hundían las manos en lo más profundo de sus negros gabanes, y cruzaban la bufanda alrededor de sus gargantas como si fuesen escafandras.

Rilke había preguntado:

“Si yo grito, ¿quién me escuchará desde el reino de los ángeles?”

Y en Berlín, como si la pregunta fuese unánime y exigiese una respuesta, los ángeles bajaron a la tierra y se acercaron al bípedo implume creado a su imagen y semejanza, que bajo todas las formas y en todas las circunstancias no dejaba de hacer la misma pregunta.

Los ángeles susurraban:

Cuando el niño era niño,

se despertó una noche en una cama extraña;

y ahora, no puede despertar ya

en ningún otro sitio.

Tal vez porque el único sitio posible es aquel donde todo cuanto hemos sido se ha convertido en fantasma, y no somos sino el escenario de las apariciones. Todo gesto está visto del revés; nuestra ciudad interior también es dos ciudades, como Berlín en 1988. Y todas aquellas preguntas que nos hicimos de niño y quedaron sin respuesta, nos convierten en ángeles cada vez que volvemos a preguntárnoslas. “¿Por qué si estoy aquí no estoy allí?, ¿Por qué, si soy yo, no soy tú?”, “¿Por qué, si yo estoy en el mundo, el mundo no está en ningún lado?”

Los niños y los ángeles son cómplices de un juego que se les escapa a los adultos: comparten la misma sombra de irrealidad, el mismo asombro. Los niños no son capaces de sobrevivir a su infancia, pero los ángeles han sido capaces de sobrevivir a todas las religiones. El primer ángel es tu ángel de la Guardia. De toda una infancia católica, sólo a él se recuerda con cariño. Damiel y Casiel tienen la misma sonrisa que veíamos en el ángel de la Guardia, cuando, de pequeños, nos volvíamos y le descubríamos sobre nosotros.

Pero hay en “Cielo sobre Berlín” un ángel que nunca llega a manifestarse, y que sin embargo cobra una presencia raramente significativa. Cuando Damiel, el ángel de la soledad y la tristeza, y Casiel, el angel de la historia, caminan por la biblioteca de Berlín (que apropiadamente es la biblioteca de Los Angeles), la voz anónima de una mujer invisible se alza entre el murmullo de pensamientos y lo presenta de una manera casual: “En 1921, – dice la voz- Walter Benjamin adquirió la acuarela de Paul Klee titulada Angelus Novus”. Inquieta ese Angelus Novus. ¿Quién es ese Angelus Novus? Alguien cercano al guión afirma que la versión original contenía una frase que no fue añadida a la película: “Cuando Benjamin abandonó París en 1940, se llevó consigo este cuadro, que presidió todos sus lugares de trabajo, y al que terminó por interpretar como la Alegoría de la Historia”.

Ya que mantuvieron una relación tan sólida Walter Benjamin y él, no cabe dudar de que el Angelus Novus de Klee estaba a la vista de Benjamin cuando escribió este fragmento de su “Tesis sobre la Filosofía de la Historia”:

“Allí donde nosotros percibimos una cadena de sucesos, el ángel percibe una sola catástrofe que acumula desastre tras desastre. Al ángel le gustaría permanecer, despertar a los muertos, reconstruir lo que ha sido destruido. Pero una tormenta sopla desde el Paraíso, y le proyecta hacia el futuro al que da la espalda, mientras los desechos se acumulan frente a él y crecen hacia el cielo. Esta tormenta es lo que nosotros llamamos el progreso”.

Un angel sin visión dialéctica de la historia, este Angelus Novus. En el cielo de Wenders, los ángeles vuelan con las mismas alas que en el cielo de Benjamin, pero la Historia se desdobla hasta encarnar el conflicto dialéctico que no afecta al Angelus Novus representado por Klee. Cassiel (Otto Sander) es el angel que acompaña a Homero, el angel que intenta salvar a los suicidas, el angel que no acepta la invitación del teniente Colombo para convertirse en hombre, el angel de la Historia colectiva, global; Damiel (Bruno Ganz) es el ángel de la historia humana, el angel que se enamora de Marion, el angel que acepta la invitación del teniente Colombo para convertirse en hombre, el angel que invierte el verso de Rilke y se pregunta: ¿quién, si yo gritara, me escucharía desde el reino de los hombres?

La dualidad histórica que encarnan los dos angeles precipita y estructura la película en torno de las dualidades fundamentales en que naufraga el ser humano: en último termino, ser o no ser. Deseos de Damiel: tomar un café, fumar un cigarrillo, dar de comer al gato al volver a casa, como Philip Marlowe. En su cuaderno de notas, Cassiel registra: hace 20 años, un caza se estrelló en las cercanías de Tegel; hace 50, el Reichstag se incendió; hace 200, Napoleón entró en Berlín; Damiel anota: a las seis y cuarto, una mujer que salía del metro cerró su paraguas, y dejó que la lluvia la empapara. Mientras Damiel se enamora de Marion, el ángel del trapecio, Casiel escucha a Homero: Homero busca en un descampado la plaza de Postdam, allí encontraba a sus amigos y tomaba café, después la gente dejó de ser amable, miraba con odio, ya sólo queda un sofá ruinoso en el descampado que una vez fue la plaza de Postdam, el lugar del pueblo, y mientras Homero descansa, Casiel toma un taxi que lleva al pasado: Berlín, 1945, vemos con los ojos de Casiel la ciudad esqueleto, y es real, Casiel observa la precariedad humana, las filas de hombres y mujeres famélicos trabajando en medio de las ruinas inhumanas: “cada casa tiene su propio estado, y cada persona lee el periódico como si fuera el dueño del mundo. Alemania está dividida porque alguien se metió en todas las casas, y se hizo dueño de todos los estados. En Alemania, ahora, todos vagan por el extranjero”.

Fin de trayecto: pasado y  presente confluyen, el destino del taxi son los exteriores de una película que recrea la época nazi, hay uniformes nazis, miradas nazis, pero ahora no es real, es su representación. El actor que viajaba en el taxi se apea y camina al encuentro del ex-ángel, ex-teniente Colombo. ¿Colombo? ¿Pero qué demonios hace ahí el teniente Colombo?

Quizá el Angelus Novus ayude a entender cómo se metió el teniente Colombo en esta historia. El Angelus Novus sigue colgado de la pared donde Walter Benjamin escribe su ensayo “Función del Arte en la época de su reproducción mecánica”. Benjamin ha identificado a la fotografía y el cine como los elementos de mayor repercusión sobre la obra de arte. Ahora se refiere específicamente a la localización cinematográfica, y escribe  “si bien el cine y la fotografía llevan la copia del original a situaciones que mejoran el original mismo, esa reproducción nunca deja de amenazar la autoridad y autenticidad del original”. Y al elemento que se pierde en el cambio lo define como “el aura”. En el caso del actor, reflexiona Benjamin, ese “aura” es consustancial a su presencia, irrepetible, y el culto de la estrella alimentado por el dinero que mueve la industria preserva no el aura única de la persona, sino un “atractivo de la personalidad” equivalente al atractivo falso de cualquier bien de consumo.          Claro, Peter Falk no puede ser sino Colombo, los berlineses le reconocen por la calle, se dan la vuelta y con un codazo cómplice se dicen unos a otros: has visto, era Colombo…luego Colombo es un “aura” que cierta gabardina hace comprensible para todos, luego es fácil admitir que Colombo hubiera sido un ángel, y que hubiera hecho anteriormente el viaje que ahora está a punto de hacer Damiel. A la luz de las ídeas de Benjamin, toda esa parte de “Cielo sobre Berlín” cobra un significado extraño; o quizá sea al revés.

Damiel y Casiel bajan hasta la orilla del río y recuerdan los orígenes del mundo, porque ahora están a punto de separarse, su amistad ha sido larga, y la decisión de Damiel es irrevocable: “he estado suficiente tiempo fuera del mundo; basta de mundo detrás del mundo”. El día es una arrugado periódico que alguien ha leído y olvidado, tiemblan hojas en los árboles, una bandada de pájaros emprende el vuelo, y los ángeles Damiel y Casiel caminan hacia el muro y se desvanecen. Al caer la noche, Damiel buscará su historia humana, buscara a Marion en un concierto de Nick Cave; pero Casiel, el ángel de la Historia, se perderá en la noche de Berlín, y la noche de Berlín es una noche violenta que perpetúa una guerra no cicatrizada. El escudo de Mercedes gira reluciente en el gris anochecer sobre el tejado de un rascacielos: un suicida desgrana sus últimos dudas mientras desciende hacia el alero, el último combate entre la vida y la muerte, Casiel intenta protegerle, y es inútil: “me voy…pero ¿por qué?” NEIN, grita Casiel: sus ojos sufren en la noche: un autobús con todos los asientos vacíos, alguien derrumbado al pie de una cabina telefónica, cuerpos que suben y bajan por la escalera del metro, sin ninguna dirección precisa, una mujer turca perdida en la soledad abismal de una lavandería de la madrugada, el cúmulo de soledades que configuran la Historia.

Casiel quedará apresado para siempre dentro de su trasmundo en blanco y negro, allí donde se amontonan los desechos que crecen hacia el cielo, el cielo sobre Berlín; Damiel despertará una mañana en una cama extraña, a golpe de yelmo caído del otro mundo, y descubrirá el sabor del café, los colores, el amor de Marion, la melancolía de la mortalidad, el latir de un corazón condenado a detenerse, algún día: el simple y milagroso hecho de “ser”, tan incomprensible cuando nunca se ha disfrutado el privilegio de “no ser”.

Hay películas tan dirigidas hacia los sentidos como hacia al entendimiento, películas que se ven como se lee un poema, porque cada imagen llega como llega una palabra necesaria. La fotografía expresionista de Henri Alekan acompaña con honda ternura la soledad de esta película de solitarios.

Vivimos dos historias, como Damiel y Cassiel. Somos nosotros y nuestras circunstancias, pero ¿cuál es la nuestra?

REFLEJOS EN UN OJO ACUCHILLADO

La Muerte de Marlowe
La leyenda sitúa los hechos en una turbia taberna del sur de Inglaterra. La leyenda quiere que el asesinado sea un joven dramaturgo homosexual, ateo, pendenciero. La leyenda quiere muchas cosas, pero ni siquiera atina a la hora de situar el escenario del crimen, puesto que crimen ha habido. Y si ha habido un crimen, mejor sería empezar por recomponer el lugar y las circunstancias con veracidad. Seis de la tarde del 30 de mayo de 1593… en una habitación de la casa que posee la acaudaluda viuda Bull en Deptford Strand, la daga de Ingram Frizer, espía, se hunde en el ojo derecho de Christopher Marlowe, poeta, dramaturgo y espía. Doce centímetros, precisa meticulosamente el forense William Danby en su informe. Lo bastante para reventar el globo ocular. Suficiente para que la afilada cuchilla penetre mortalmente hacia el cerebro que había concebido Tamerlán, Eduardo II, Fausto…. Danby certifica la muerte del joven dramaturgo, “lying death and slain.” Cerca del presunto cadáver de Marlowe se halla la reina Isabel I ; está en su palacio de Nonsuch, a menos de 12 km de la casa de la viuda Bull. Todo cuanto ocurre en ese radio de acción está bajo jurisdicción real: por eso es Danby, el forense oficial y no el forense de Deptford, quien levanta deposición de la muerte de Christopher Marlowe, 24 horas después de sucedida. Primera sospecha: ¿intenta ocultarse algo bajo esa versión oficial? 24 horas son muchas horas en el caso de un crimen; en 24 horas se pueden hacer muchas cosas con un cadáver: destriparlo, reventarlo… o cambiarlo. Supongamos que es Marlowe, supongamos que un cadáver desfigurado reposa bajo tierra en el cementerio de Deptford. Ingram Frizer es llamado oficialmente a juicio. Alega que actuó en defensa propia; alega que Christopher Marlowe le atacó por la espalda; alega que intentó repeler el ataque, lucharon, y al observar la disposición animosa de Marlowe, y temiendo por su vida, asestó una puñalada mortal sobre su rostro. Sus argumentos flaquean cuando se le pregunta por los motivos de la agresión. El pago de unos alquileres, alega: el alquiler ridículo por el usufructo de la casa durante ese fin de semana. No es un motivo muy convincente, no es el tipo de argumentos que pueda aceptar una mujer astuta como Isabel. Además, Isabel aprecia a Marlowe. Le gustan sus dramas, le gustan sus poemas, pero sobre todo admira su trabajo en el caso Bobbington. Marlowe había pasado más de un año en Francia para desarticular el complot Bobbington. Se infiltró entre los estudiantes católicos ingleses que conspiraban contra la vida de la Reina desde la Universidad de Reims. Había dado nombres, había dado fechas. El trabajo le ha obligado a ausentarse mucho tiempo de la Universidad, los decanos de Cambridge dudan a la hora de otorgarle su doctorado en artes. Ignoran que ese alumno brillante que domina el griego y el latín, que compone versos de musicalidad asombrosa, que posee las claves de la tragedia y que ha arrojado a los escenarios londinenses la ferocidad de Tamerlán y Eduardo II, es también un eficaz espía al servicio de su Majestad. Como Graham Greene, como Smiley, como Kim Philby muchos años más tarde. Sólo que ahora estamos en 1593, los métodos son más drásticos en este trigésimo quinto año del reinado de Isabel: los oficiales de la Star Chamber torturan a los sospechosos de blasfemia y ateísmo en los potros de la Torre de Londres, los ladrones de caballos son ahorcados y sus cadáveres quedan a merced de los cuervos en las encrucijadas, las adúlteras son exhibidas para escarnio público, las decapitaciones son moneda corriente. La atmósfera de la época, otro concepto del castigo y el deber. Ingram Frizer quedará al margen de tales ordalías: 28 días después de haber asesinado a Christopher Marlowe, le alcanza el indulto de la Reina, la misma Isabel que había presionado a los decanos de Cambridge para que otorgasen el doctorado a su discípulo, la misma Isabel que no ignoraba la valía del súbdito que acababa de perder. ¿Es lógica una decisión tan magnánima y apresurada? El testimonio de las otras dos personas que se hallaban en aquella habitación, los espías Robert Poley y Nicholas Skeres, no aportó nada sustancial a la decisión del Tribunal. Christopher Marlowe desapareció. Fue declarado oficialmente muerto. Era joven, impulsivo, arrogante, genial. Conozco a Marlowe: he visto el brillo de la inspiración en el retrato que cuelga de las viejas paredes del colegio Corpus Christie, los ojos astutos y vivaces, la melena laboriosamente alborotada, los brazos plácidamente cruzados sobre la roja casaca recamada en oro, la fina perilla, la inquietante sonrisa de Gioconda en un rostro asombrosamente juvenil. Pero Marlowe sonríe desde lo más oscuro de un abismo sin fondo. Hay en su muerte algo más que un ojo destrozado. Y si el informe de un forense es la única cortina entre la muerte de Marlowe y la posteridad, más vale desflecar un poco más la hermosa prosa isabelina del forense William Danby.
Repasemos: 30 de mayo de 1593. Debió de ser un día agradable, con ese sol que anuncia el inicio de la suave primavera inglesa. Danby pormenoriza los tranquilos incidentes de esa jornada: los cuatro caballeros se reunieron hacia las diez. Charlaron…Tomaron su aperitivo… Comieron. Por la tarde pasearon por los jardines de la casa. Volvieron hacia las seis…, cenaron. Tras la cena, se retiraron a ese aposento donde Marlowe sería asesinado. Marlowe estaba tumbado en la cama; Skeres, Pole y Frizer sentados alredor de una mesa. Frizer le daba la espalda a Marlowe. Empezaron a discutir. Imagino a Marlowe tumbado a la larga en esa cama, con los ojos cerrados, acalorándose irremediablemente en el fuego de la discusión. Se levantó de pronto, afirma Danby. Atacó a Frizer. Le provocó dos rasguños. Frizer se revolvió. No podía huir porque Pole y Skeres le cerraban el paso. Pole y Skeres les dejaron obrar, observadores, sin más. Frizer forcejeó. Arrebató la daga a Marlowe. La volteó en el aire. La hundió con fuerza en el ojo derecho de Marlowe. El globo ocular saltó hecho pedazos. Marlowe se desplomó. Murió inmediatamente, afirma con rotundidad Danby. Frizer no intentó huir. Admitió su crimen. Defensa propia. Absuelto. Muy bien; y ahora: ¿qué hacían estos cuatro individuos en esa casa? ¿Se conocían de antes? ¿Había algún motivo que justificara esa reunión? Podía haberlo: los cuatro eran espías, los cuatro contaban con la confianza y connivencia de Thomas Walshingham, cerebro máximo y creador del servicio de espionaje británico: una red poderosa que había conseguido infiltrar agentes en Turquía, o adelantarse a los movimientos de la poderosa flota española, despedazada 20 años antes en el Canal. Sabemos que Robert Poley era uno de los espías más experimentados del servicio: a su cargo estaba la seguridad del correo que Isabel mantenía con las diferentes monarquías europeas. Frizer y Skeres eran dos piezas del engranaje. Especializados en chapuzas y timos para recaudar fondos. Marlowe es el caso atípico. Poeta genial. Dramaturgo de éxito. Espía eficaz. Walshingham admiraba y tutelaba a Marlowe. Lo había enrolado en Cambridge, iniciando así la extraña costumbre inglesa de reclutar espías entre los estudiantes destacados de la Universidad más cercana al poder. Walshingham es otro individuo notable: uno más en una época memorable. Sin duda, era persuasivo. Supo ganarse a Marlowe como supo ganarse a Giordano Bruno. Buscaba inteligencia, para su servicio de inteligencia, allí donde había inteligencia. E Inglaterra empezaba a beneficiarse de su sagacidad: eliminada España, eclipsada Francia, los caminos del Atlántico quedaban expéditos para los navíos ingleses. Empezaba a surgir como potencia política un país que se descubría a sí mismo en la literatura. La nueva artillería del país son las metáforas. En los poemas y los dramas ingleses de la época, las palabras se yerguen como cañones apuntando al infinito. Savia nueva. Fresca. Diferente. Gentes del Renacimiento. personas difícilmente comprensibles para los hombres de hoy en día. Basta imaginar los claustros de Cambridge donde Marlowe se educó: la severa educación musical, los cantos en la capilla al despuntar el alba, la estela de los coros gregorianos prolongándose por los húmedos corredores góticos, la convivencia familiar con los autores griegos y latinos, las lecciones de astronomía y matemáticas. Marlowe se perdió en el laberinto auditivo de las sílabas, accedió al misterio de la transubstanciación: la música convertida en palabras, las palabras en música. Palabras buscando su eco en otras palabras. períodos y párrafos tensados musicalmente como las cuerdas de un harpa, la secreta maravilla del ritmo impulsando diálogos de viejos reyes ingleses, aureolando versos virgilianos; hasta los recodos de su cerebro llegaban las magias del lenguaje, como el eco del mar a través de una caracola. Todo eso le hace oscuro y claro a la vez. Singular. Soberano de un país inaccesible y magnífico. Pero no es razón para ser asesinado. Tal vez envidiado, tal vez temido. Antes de cumplir treinta años, su obra era ya plural, rica en tonos y contrastes. Había estrangulado la yugular del teatro medieval para encarar el futuro cara a cara: un teatro rápido y aéreo, brusco y directo, sumario y profundo. “Tamerlán”,”Dido”, imaginación potente al servicio de escenarios y caracteres exóticos; “La Masacre de París”, una reacción incisiva y honda a las querellas religiosas de la época; “Eduardo II”, un relámpago antes del trueno, sobre un cielo borrascoso; “Fausto”, el Marlowe más moderno, soberbio en la alternancia entre humor y terror, irreverencia y tragedia, teatro en estado puro. Y sus poemas, claro. Un currículum intachable. Por todos los costados de su obra, se mire donde se mire, la acerada lucidez política, la vasta humanidad, ese lirismo sobrio que hace creíbles los discursos poéticos de reyes cazadores y brutales. ¿Podía tener alguien interés en deshacerse de este individuo, Marlowe? Sabemos que sí. Era peligroso para ojos eclesiales, Marlowe. Vivió en tiempos de beligerancia entre la luz y las tinieblas. Contemporáneo de Galileo, Paracelso, Kepler… afecto al círculo de Walter Raleigh. “Los Free-Thinkers”, el Círculo de la Medianoche. Tipos peligrosos. Se habían agrupado alrededor de Raleigh, tal vez por el tabaco, tal vez por escuchar sus aventuras en esa tierra nueva al otro lado del Océano: América. Eran matemáticos, astrónomos, filósofos, científicos, poetas. Tenían la mala costumbre de dudar. Marlowe se juntó a ellos, se metió en malas compañías, Marlowe. Frecuentaba la amistad de un matemático que se carteaba secretamente con Kepler, Heriot, y que concebía un universo no dogmático, no antropomórfico. Solía vérseles paseando juntos por el patio de St. Paul, hojeando los últimos libros llegados del Continente. Heriot pudo hablarle de aquellas ideas nuevas, la nueva concepción del Universo que empezaba a gestarse en ciertas mentes, la nueva América del espíritu. Y un día, Marlowe se encontró con un libro alemán. La historia de un alquimista enloquecido que había vendido su alma al diablo. ¿Podía haber escrito Marlowe su Fausto si no hubiese pertenecido al Círculo de la Medianoche, si no hubiese mantenido un estrecho contacto con aquel círculo de disidentes y librepensadores? “Fausto” es un manual de disidencia. Un Darío Fo del siglo XVI. La Iglesia no se lo perdonó. Llegó la orden de arresto contra Marlowe. El delator Richard Baines salió a los caminos de Inglaterra para acumular pruebas contra Marlowe. Presentó su nota de infamias ante la Star Chamber. Dijo haber entrevistado a conocidos de Marlowe. Dijo haber escuchado de conocidos de Marlowe las blasfemias proferidas por el propio Marlowe. Las notas de Baines…resumen fr todas las contradicciones de una época marcadas por las supersticiones y supercherías, una época en que una mentalidad abierta y curiosa es confundida con la herejía, y acusada de brujería. las infamias de Baines… “Marlowe afirma que el principio de toda religión es mantener a la gente aterrorizada”, acusa Baines. “Marlowe afirma que quien no disfruta del tabaco y de los jovencitos es un idiota”, acusa Baines. “Marlowe afirma que Jesucristo era un bastardo, y su madre una desvergonzada”, acusa Baines. Las infamias de Baines marcarían la leyenda de Marlowe para siempre. Pero la Star Chamber no necesitaba mucho más. Y si las frágiles acusaciones de Baines no bastasen, siempre quedaba el recurso del allanamiento de morada. La Iglesia podía hacerlo sin autorización. Marlowe compartía casa con Thomas Kidd y con los papeles de Thomas Kidd. Kidd era otro hombre de teatro. También era joven, también tenía talento. Trabajaba en el borrador de una obra cuando los oficiales de la Star Chamber invadieron su morada. Confiscaron su trabajo. Lo juzgaron inmoral. Lo llevaron a la Torre. Lo ataron al potro. Torturaron y dilaceraron su cuerpo. Destrozaron sus huesos. Consiguieron que Kidd calumniase a Marlowe. Desde el abismo de la impotencia y del tormento físico es fácil entender la calumnia de Kidd. “Fue Marlowe”, clamó entre lágrimas. Kidd sólo pudo sobrevivir un año tormentoso a los destrozos que la autoridad eclesiástica inflingió sobre su cuerpo. Tenía 23 años. Y ahora Marlowe está acosado y cercado. Sabe que su destino es pasar por los potros de la Torre de Londres, y quizá no salir nunca de allí. Busca amparo en Walshingham. Walshingham se lo ofrece. Se refugia en la casa de quien es su amigo, su mentor, y su jefe. Espera en la casa de Walshingham la orden de comparecer ante la Star Chamber. Todo eso ocurre antes de ese misterioso domingo de mayo en que Marlowe es asesinado. Marlowe y Walshingham tuvieron mucho tiempo para hablar. Sin duda lo hicieron. Y la conversación sólo pudo girar alrededor de una pregunta: si me torturan, ¿hablaré? Pero murió antes de que esa pregunta encontrase su respuesta. ¿Qué podía decir Marlowe? ¿Podía comprometer a sus amigos del Círculo de la Medianoche? ¿Podía comprometer al propio Walshingham, que sentía afecto y amistad por la mayoría de los miembros de ese grupo, aparte de por el propio Marlowe? Si la muerte de Marlowe deja estas preguntas en el aire, también abre la puerta para una hipótesis plausible sobre la verdad de este asesinato. El silencio de Marlowe proporciona el motivo para un crimen, cierto. Pero, ¿sería capaz Walshingham de traicionar su amistad y emplear a tres de sus agentes para matar a Marlowe en circunstancias que permitiesen archivar rápidamente el caso? Podría ser… pero no es algo que encaje con la personalidad de Walshingham, ni con las circunstancias detalladas por Danby. Cabe otra hipótesis: Walshingham se valió de toda su experiencia, su habilidad y sus recursos para escenificar una falsa muerte de Marlowe. La complicidad con la Corte (Danby apareció 24 horas más tarde) permitió sustituir su cuerpo por el de otro persona, alguien que se presume pudo ser John Penrith, un agente católico muerto la noche anterior en ese mismo lugar, y en circunstancias muy dudosas. El cuerpo de Penrith fue desfigurado de manera que respondiese a la versión preparada por Walshingham y sus cuatro espías. Walshingham se había ocupado de que todo esto ocurriese en un emplazamiento costero desde el que zarpaban frecuentes barcos hacia el Continente . Poley era un experto en falsificación de pasaportes, falsas identidades y disfraces. Pudo pertrechar a Christopher Marlowe de todo lo necesario para un largo exilio. Al declarar que Marlowe le había atacado. Frizer podía quedar absuelto alegando que había actuado en defensa propia. El plan era perfecto. Se contaba con testigos para certificar que el cadáver era efectivamente el de Marlowe, y nadie quedaría comprometido. Cuando el forense Danby se presentó en la casa de la viuda Bull y empezó a redactar el acta de defunción de Christopher Marlowe, Christopher Marlowe podía encontrarse ya en un barco, acaso contemplando desde la cubierta, por última vez, los blancos acantilados de Dover, que perdía para siempre.
Un año después de estos acontecimientos, empezaron a representarse en Londres las obras de un tal William Shake-speare. O como diría en malévola y misteriosa alusión Ben Jhonson: “Shake-a- speare”. Remueve el cuchillo. Por las mismas fechas, Thomas Walshingham recibió la carta de un agente secreto inglés camuflado en Francia. Se hacía pasar por Monsieur LeDoux. Era uno de los mejores espías de la Corona. Había operado en Italia, y conocía como la palma de la mano la geografía de Venecia. Pero en la carta que se conserva de Monsieur LeDoux no se habla de espionaje. Se habla de libros. LeDoux solicita a Walshingham que le envíe una partida de 50 libros. Son, sobre todo, crónicas nórdicas, narraciones provenzales y libros italianos. Recogen historias que luego se harían inmortales: la historia de un príncipe de Dinamarca, de un rebelde escocés, de un rey al que sus hijas arrancaron los ojos. La carta se conserva en el archivo de Lambeth. Por esas extrañas cosas de la vida, su caligrafía es semejante en todo a la de Christopher Marlowe, oficialmente muerto, y presuntamente enterrado en el cementerio de Deptford Strand, desde hacía más de un año.

PERO… ¿QUÉ LEEMOS CUANDO LEEMOS LIBROS DE VIAJES?

La evolución tecnológica le ha facilitado a la humanidad, en el siglo XX, la posibilidad de acceder a un abanico diario y exhaustivo de imágenes de todos los rincones del planeta, y ello sin necesidad de salir del propio domicilio. Si a una persona le bastasen esas imágenes para satisfacer su ambición de conocer el mundo, podría afirmar, sin mentir, que ha visto los cuatro continentes: que se ha internado en junglas y  desiertos, que ha presenciado la evolución de animales salvajes, que ha asistido a los ritos de tribus recónditas, que ha dado la vuelta al mundo en globo. No deja de ser parodójico que en la frontera del siglo XXI, cuando todas las ambiciones y desafíos de la tradición viajera resultan fácilmente accesibles a domicilio, el viaje haya pasado de ser un lujo reservado a unos pocos, para convertirse en una demanda oficial de los ciudadanos de las sociedades de consumo, normalmente a expensas de las sociedades que no han accedido a ese estado. Las imágenes, pues, no son suficientes. Incitan la curiosidad, despierten el interés, pero no bastan para colmar la ambición, para refrendar la experiencia. Porque el viaje, en último término, está asociado a la idea de experiencia, como está asociado a la idea de metáfora: útil, trillada metáfora cuando cobija la definición esencial de la vida humana, y abrumadoramente plural cuando despliega su árbol de significaciones, un árbol cuyas últimas raíces se hunden en el mito.

El viaje es una de las  presencias incuestionables y rotundas en lo que Jung, a falta de algo mejor, definió como inconsciente colectivo: es nuestro vínculo de contacto con un arcano muy remoto, con la esencia que constituyó la clave de la existencia humana antes de que el desarrollo de la agricultura posibilitase los primeros asentamientos sedentarios, el nacimiento de la escritura, y posteriormente de la literatura. No es extraño que la metáfora del viaje alumbre también el nacimiento de todas las literaturas: Gilgamesh viaja hasta los confines del mundo para hallar la planta que le ayude a escapar de la sombra de Enkidu y de sus terribles noticias sobre el infierno; Ulises viaja por las prístinas aguas del Mediterráneo, en los albores de la literatura occidental, para ponerse en prueba a sí mismo y probar a los seres de su entorno en todo tipo de encuentros y situaciones. El viaje aparece inicialmente como prueba y como revelación, como instrumento de una enseñanza adquirida tras enfrentarse a unas circunstancias ajenas, diferentes de las heredadas, y en este sentido cambiantes y difíciles, muchas veces hostiles. También como un hilo dúctil para tejer la fabulación, camaleónico, capaz de metamorfosearse y adaptarse a las circunstancias de cada época.

Joyce vino a demostrar que las cosas no habían cambiado demasiado durante el último par de milenios, que los peligros arrostrados por Ulises para llegar sano y salvo a Itaca podían extrapolarse a época moderna. Descubrió que las humildes vicisitudes de un ciudadano dublinés de mediana edad, borrachín e incapaz de llegar a casa, podían reflejar y reinterpretar con una épica oblicua los avatares de un marinero griego, perdido en el primer mar de la literatura. Más oblicuo aún, más patético y a ras de tierra es el sentido épico del autobiográfico viaje al final de la noche que concibe Louis Ferdinand Céline pocos años después, insistiendo, como frontispicio de su obra, en el viaje como metáfora de la vida: “Notre vie n`est qu`un voyage/ Dans l`hiver et dans la nuit;. Nous cherchons notre passage/ Par un ciel où rien ne luit”. El “Ulyses” y “El Viaje al final de la Noche” son dos ejemplos de la capacidad de reinvención del viaje como metáfora literaria, de su fertilidad para impulsar formas nuevas, para definir los contornos de la manera de concebir la existencia asumiendo las características de cada época. La primera presencia del viaje en la literatura fue metafórica, y a ese nivel continúa expandiéndose y alentando obras originales e inquietantes. Pensemos en los viajeros de Ian McEwan, revisitando una Venecia por la que ya había pasado Forster, pensemos en los marineros errantes y alucinados de Barry Gifford . La característica común de tantos y tan diversos textos es la de basarse en el viaje como artificio narrativo, como contexto donde situar la evolución de unos personajes imaginados.

Pero el viaje tiene también otro tipo de existencia en literatura: un corpus de textos que se definen, por contraposición, como registro de una experiencia real, y cuyo paradigma rebaja ese nivel mítico para encarnarse en experiencias y hasta en objetos de un contorno preciso,: maletas, baúles, cuadernos de bitácora, caminos, carreteras, guías, mochilas, medios de transporte, pasajes, billetes, aduanas, fronteras, y después el relato, la narración del viaje, un género escurridizo que no sólo ha ido forjándose a impulsos del talante, las dotes, la inspiración, los caprichos y la libertad de cada viajero en particular, sino también a base de acumular una serie de constantes que invitan tanto al análisis como género, como a una lectura histórica capaz de desentrañar la evidencia de que no estamos ante una literatura tan inocente como a primera vista puede parecer, ni desde un punto de vista estético, ni tomando en cuenta sus implicaciones sociales o políticas. Pues cuando el texto abandona la concepción fundamental del viaje como referente metafórico, abierto al sueño, abierto a la exploración de un territorio mítico, se convierte en un género esencialmente realista, estructurado en torno a la noción de “contacto” como conflicto fundamental.

En la literatura de viajes subyace siempre el conflicto que entabla el establecimiento de una zona de contacto: contacto del viajero con un contexto nuevo, muchas veces desconocido, o contacto del viajero consigo mismo y con la realidad que ha heredado. Por todo cuanto ese conflicto pone en juego, rara vez se trata de un contacto desinteresado: el desnivel de dos realidades que intentan acercarse tiende siempre una línea de tensión, susceptible a las reacciones, a una química especial entre los ojos del viajero y lo que se ofrece a su mirada, un mundo tan nuevo como el que descubrimos al abrir una ventana, en un lugar donde no habíamos estado nunca. Con la literatura de viajes abrimos esa ventana sobre el mundo y prestamos nuestros ojos para que el viajero, por delegación, nos cuente lo que ha visto y nos ayude a imaginarlo. La presencia del lector abre una perspectiva nueva en esa zona de contacto, y no insignificante, no indigna de ser tenida en cuenta, puesto que la literatura de viajes, como género abierto al lector general, es relativamente reciente, y las pautas de lectura son las que en último término influyen en las pautas de escritura.

La prosa de viajes que hoy en día prolifera en periódicos y revistas, en consonancia con la conversión del viajero en turista, y del turismo en fenómeno de masas, tiene un carácter utilitario: orientar al turista sobre el destino de sus futuras vacaciones, proporcionar información básica y útil sobre qué debe verse en determinado lugar, qué debe fotografiarse o filmarse en vídeo, qué debe comprarse como regalo para triunfar ante los amigos y exultar las grandezas de la aventura. La ventana que abre sobre el mundo este tipo de prosa depara unas imágenes bien poco incitantes: viajeros que mariposean alrededor de aeropuertos para transitar por lugares intercambiables con el único fin de trocar una rutina de vida por una rutina de viaje, y un mundo en sí cada vez más uniformizado, donde la mera supervivencia del viaje como empresa de descubrimiento o aventura personal parece cada vez más condenada al fracaso. Los libros de viaje parecen haberse contaminado en buena medida de ese carácter circunstancial y anecdótico. Si nos acercamos al mundo anglosajón, donde el género ha contado siempre con una sólida tradición y un gran número de lectores, encontramos en el primer lugar de la lista de éxitos las “Notes from a Small Island” del norteamericano Bill Bryson.

Bill Bryson viaja por Inglaterra y por Europa para contarnos esencialmente que le aburren mortalmente las viejas ciudades europeas, que Calais, Dover o Brujas le parecen una mortal invitación al tedio, en vista de lo cual no tiene más remedio que abrumarnos copiosamente con multitud de anécdotas cuya gracia resulta cuando menos cuestionable, pero que sin duda satisfacen al viajero, en la medida que sin duda él, Bill Bryson, termina autoconvenciéndose de ser mucho más interesante que los tediosos lugares que acceden al inmerecido privilegio de pasar por su pluma. Lo mismo cabe decir de la Patagonia o la Centroamérica de Paul Theroux.

Pese al sistemático empobrecimiento, el vacío de significado, que sufren tales escenarios a manos de Bryson o Theroux, el lector actual soporta bien el tono de estos libros, su atención suspendida hasta el fin sobre el ritmo de las anécdotas graduadas para captar la atención y crear un marco de experiencias en las que sentirse partícipes (todo lector asume siempre el papel de compañero de ruta). No es ajena la actitud de Bryson o Theroux a una vieja tradición del viajero anglosajón: la de convertir el viaje en una batalla desesperada del yo frente a un ámbito hostil pero vulnerable… en la medida en que es posible ridiculizarlo; una batalla en la que siempre queda el recurso al ingenio como último resorte para defenderse de un entorno que el viajero no entiende, lo cual no es ningún mérito del entorno, sino una mera concesión para manipular la cadena de reacciones, la química de la mirada, en provecho del propio viajero, en beneficio del esquema de valores culturales que el viajero acarrea consigo. Es la mirada imperial que la estudiosa californianda Mary Louise Pratt ha diseccionado con extrema lucidez, y que halla su mejor expresión en uno de los topos siempre rastreables en este tipo de relatos: el de la habitación de hotel, la descripción de la ciudad casi siempre del tercer mundo que se extiende a la vista del viajero encaramado en la décima o doceava planta del hotel moderno que sobrevuela con su arquitectura anacrónica y desafiante los suburbios de El Cairo, de Guatemala o del Salvador. Una inquietante tierra de nadie separa insalvablemente la mirada del viajero de la realidad que se ofrece a sus ojos. Y si admitimos que el viaje está concebido en estos relatos como una experiencia de autoafirmación, no se podrá por menos que deducir una lectura críptica de este enfoque. Viene a apuntalar, inconscientemente, una situación y un orden de cosas que escapan a la atención y sin duda a la intención del viajero, figura que a partir de este momento entra en cuarentena y se hace acreedora a todo nuestro recelo y suspicacia.

Tomemos, por ejemplo, la nacionalidad. Norteamericana. No es un detalle gratuito ni baladí. No es necesariamente derogatorio. Pero Estados Unidos es una nación poderosa. Y es muy difícil que un norteamericano escape a los condicionantes de ser norteamericano, es muy difícil que no incorpore de un modo u otro esa noción a su patrimonio psicológico;  muy difícil que no la asuma frente a terceras personas, que no influya en la relación que mantiene con ellas. La educación recibida deja huellas indelebles, por muy convencido que se esté de haber superado sus limitaciones, o de estar predispuesto a aceptar otras culturas. Bryson y Theroux proceden a una deconstrucción sistemática de escenarios ajenos en favor de su afirmación norteamericana: desleen la mirada ajena, anulan el contexto ajeno, para superponer el propio con tintes de soterrada victoria, como un modo de plantar la bandera con las barras y estrellas sobre un terreno yermo y necesitado del amparo y protección del gran amigo americano. No hacen con ello sino perpetuar, a su manera, la herencia dejada anteriormente por ingleses, franceses o españoles. Porque la literatura de viajes se consolida a partir del siglo XVIII como un asunto esencialmente occidental, una avatar de la expansión europea que prosigue esa Europa rica y poderosa, trasplantada al otro lado del Atlántico, que es Estados Unidos: una ventana abierta al mundo, sí, pero una ventana desde la que miran ojos occidentales. ¿Cómo fue esa mirada en otras épocas? Los viajeros de la antigüedad y de la Edad Media peregrinaban a lugares sagrados: Delfos, Jerusalem, Santiago de Compostela, la abadía o el monasterio donde se ha aparecido una santa, o la Virgen. A partir de finales del siglo XV Europa empieza a consolidar una economía pujante y el descubrimiento de América le abre vastas posibilidades de expansión y riqueza. De esa época es el famoso grabado de Münzer, que representa al continente europeo y a sus diversas naciones bajo la silueta de una reina con la cabeza en la Península Ibérica y el cetro en Inglaterra: apenas esbozados aparecen América, Africa, Asia. La significación de la imagen es de una nitidez meridiana, de una elocuencia que no requiere palabras. La imagen de Münster es la representación exacta de un discurso geopolítico proyectado hacia el futuro, y extrañamente perturbador contemplado desde el presente. Muestra la imagen antropomórfica de una Europa dispar, aunque cada país está conformado como un miembro perfectamente integrado en el conjunto, amalgamado a su vez por la resuelta voluntad hegemónica que encarna la figura monárquica. No pretende una lectura geográfica sino sociopolítica, con una importante carga psicológica añadida: permite leer cinco siglos de historia e interpretar la psicología omnipresente en la dinámica de esa historia, pese a que los múltiples acontecimientos en que ésta se desdobla  no están representados pero sí implícitos en él. El mapa de Münster es no muy posterior a las conquistas de Cortés y Pizarro en América, y a la redacción de las primeras crónicas españolas. América aún está empezando a adquirir rango individual propio: hasta el momento no ha sido más que una pura quimera, un cuenco vacío en el que los recién llegados han vertido todos los mitos de la fantasía renacentista europea, dándoles libre curso y nombres clásicos: las Amazonas,  El Dorado, la Fuente de la Eterna Juventud.

La lectura que los primeros españoles hacen del paisaje físico y humano de América está más mediatizada, y distorsionada, por la influencia del Amadís de Gaula que por la visión de un paisaje real. Sobre ese espacio irreal los españoles construyen un imperio que en buena parte es ficticio, – pues la mayor parte del territorio es inconexo, discontinuo y no sometido a gobierno alguno -, pero que a la vez alimenta a la metrópoli de las suficientes riquezas en metales y objetos preciosos como para producir una ilusión de existencia, no lo bastante consistente como para que vuelva a aparecer en la literatura de viajes hasta casi dos siglos después, y lógicamente, no de la mano de españoles, secuestrados en la irrealidad de su dominio, y secuestradores a su vez de la realidad del Continente. Los españoles han llegado, han conquistado y han desaparecido en América, difuminándose al ritmo del crepúsculo del imperio y del estancamientos económico y cultural en la metrópoli.

Mientras tanto, los centros de poder se han desplazado hacia el norte de Europa, que inicia su expansión cuando España, agotada y en penuria por el coste de las guerras dinásticas y religiosas, se hunde en el marasmo que la mantendrá al margen de las corrientes que desembocan en la Ilustración. La perspectiva hispánica del XVIII, marcada por un vacío, o como mucho por un compás de espera, contrasta con el dinamismo, la energía, el vigor que imprime la Ilustración a otras naciones europeas, y del que serán testigos los libros de viajes ingleses, franceses o alemanes. Los viajes del XVIII son un avatar imprescindible, una prolongación del afán de conocimiento que a partir de la Enciclopedia se apodera del espíritu europeo. Son, en sí, viajes enciclopédicos. A bordo de las fragatas que parten de los puertos europeos viajan astrónomos, naturalistas, geólogos. Frente a las costas de Nueva Zelanda, cercado por indígenas hostiles que amenazan con exterminar a la tripulación, la principal preocupación del Capitán Cook no es garantizar la seguridad de los marineros, sino velar porque el astrónomo de a bordo tome una medición exacta del paso de Mercurio. Como anécdota es reveladora: Cook da más importancia al registro de ese dato científico que a su propia vida, una señal de la pujanza con que afronta Europa este nuevo descubrimiento global del planeta.

Entre la imagen de Münster y ese instante a bordo del navío de Cook hay muchos eslabones intermedios: hay Descartes, cuya geometría va a revolucionar los métodos cartográficos; hay Lineo, y hay Buffon, que pondrán a disposición de la ciencia las claves y los métodos para cartografiar el reino animal y vegetal. Como consecuencia de tales investigaciones, no tardará en descontextualizarse la métafora en la que el hombre occidental ha sustentatado la representación de sí mismo y de su presencia en el universo. La exploración costera de las fragatas del XVIII ya empieza a erosionar esa metáfora: cada vez que un fósil es recogido de los fondos marinos, cada vez que los botánicos de a bordo se alejan para herborizar los territorios colindantes, se van añadiendo elementos de prueba para el discurso que Darwin terminará de elaborar y concretar, y que constituye, junto con las implicaciones de la revolución francesa, el corolario antropológico de la modernidad.

El desafío esencial para los viajeros de esta segunda mitad del XVIII es el lenguaje. La realidad geográfica que nombran, en la América hispana por ejemplo, está muy lejos de Europa: pero también de la America nombrada por los primeros europeos. Ahora la naturaleza americana no va a ser ningún espejo fantástico del renacentismo europeo, sino que lentamente emprende la tarea de nombrarse a sí misma: a base de catalogar hasta la última especie de planta, y de descifrar animal por animal. La aventura del XVIII es inicialmente lingüística, y se cumple en un lenguaje casi behaviorista, científicamente behaviorista. No parece existir interposición estética entre el paisaje y la mirada de esos europeos absolutamente concentrados en herborizar extensiones ilimitadas de terreno, tomar mediciones atmosféricas o formular observaciones astronómicas: tampoco existe la mirada del otro, del indígena, salvo como accidente o como fatalidad, sujeta a dominio en todo caso.

Un viajero de nuestros días retoma con extraordinaria felicidad narrativa la tradición del viaje ilustrado: cuando Bruce Chatwin explora Patagonia en busca de un pedazo de piel de dinosaurio, o recorre los desiertos de Australia tras “las líneas de la canción”, la canción que según los aborígenes conecta al hombre con sus orígenes y con el sentido de su existencia, una especie de vértigo se adueña del relato del viajero: es el vértigo del descubrimiento inminente, o aplazado, o simplemente sugerido. En la sutileza de sus ficciones novelescas alienta un mismo espíritu: el sabor del relato de viaje dieciochesco anima la peripecia del erudito y elegante inglés que en la Checoslovaquia comunista posterior a la revuelta del 68 persigue el rastro de la colección de dieciochescas porcelanas Meissen y de su extravagante coleccionista, el barón de Utz; lo mismo cabe decir de El Virrey de Oujda, ambientada directamente contra el trasfondo del comercio negrero entre Africa y América en el siglo XVIII. La recuperación del género en manos de un hombre como Chatwin, antropólogo de formación, no puede dejar de hacer pensar, de pasada, si etnólogos, o naturalistas, o científicos no estarán mejor dotados que el escritor para tirar del viaje como tensión, para alimentar la pulsión literaria del relato..

Entre el escritor y el científico, el científico se muestra más ávido de descubrir mundos (en cuanto que la naturaleza se le plantea como un inmenso desafío lleno de puertas desconocidas), mientras que el escritor se demora en los vastos matices de la recreación de esos mundos. Hoy en día, la mentalidad científica y la literaria son categorías casi irreconciliables; en el siglo XVIII, la antogonía está mucho más diluída. No se ha perdido aún el ideal globalizador que orientase a Leonardo, y que aspira a una suma de los conocimientos en una síntesis armónica regida por una conciencia humanista: lo que sí se ha perdido es la inocencia del Renacimiento, sobrepasado claramente el estadio mágico donde los primeros balbuceos de la ciencia europea (Paracelso, Kepler, Galileo) habían conseguido abrirse paso en medio de un territorio habitado aún por la superstición y el temor a la herejía. Ahora el conocimiento tiene un valor utilitario: serán los centros de inteligencia de las metrópolis europeas quienes reciban y procesen la información que acopian los primeros viajeros en sus exploraciones extraeuropeas. Sociedades Geográficas, Comisiones Científicas, – laboratorios al fin donde la ambición de saber de unos se conciliará con la voluntad de expansión geopolítca de otros-, serán los destinatarios de las relaciones de viajes del XVIII y principios del XIX. No todas. También existe un público amplio para los incontables relatos de naufragios y aventuras que marineros más o menos sinceros venderán por unas cuantas monedas a los primeros periódicos europeos. Uno de ellos, Alexander Selkirk, será la fuente en que se inspirará Defoe para su Robinson Crusoe, antes de que Swift se apoye en las constantes del género para elaborar en sus Viajes de Gulliver la visión delirante y satírica de toda una sociedad. Con la llegada del Romanticismo, el lenguaje escueto del herborista se revelará patéticamente insuficiente: de nuevo el lenguaje. Los postulados del romanticismo incluyen la noción de visión, de comunión con la naturaleza. Y por supuesto, el cambio de actitud frente a la naturaleza implica la necesidad de un cambio de actitud frente al lenguaje que la nombra: será necesario forzar el lenguaje, y ahí es donde aparece el lenguaje literario, ahí es donde por primera vez entra en juego el escritor. No existe mejor ejemplo de esa epifanía que las “Visiones de la Naturaleza” de Humboldt: un libro escrito en prosa cimbreante y móvil que refleja la necesidad de un lenguaje literario flexible y ágil para romper el cerco naturalista que impone la ciencia, y que Humboldt, como científico, conoce mejor que nadie. Cuando Humboldt registra sus impresiones del paisaje latinoamericano, está trabajando con los mismos materiales con que Caspar Friedrich elabora sus pinturas. Es el lenguaje del romanticismo alemán, que ya había empezado años antes a adentrarse en la expresión del aspecto telúrico de la naturaleza. Baste recordar la descripción de la tormenta en “Werther”, cuando el joven protagonista medita en el suicidio tras el rechazo de Carlota. El romanticismo, al exaltar la subjetividad, va a dotar al escritor de armas y recursos para reinterpretar la naturaleza. A partir de ahora, el desafío del viajero será escribir la experiencia estética del paisaje. Ahí está la clave de la literatura de viajes tal como la entendemos hoy.

En el ámbito hispánico, esas transformaciones se aprecian con claridez meridiana cuando, sin salir de la Patagonia donde habíamos dejado a Chatwin, pasamos de la prosa de Cabeza de Vaca y nos enfrentamos con Félix de Azara. El mismo espacio geográfico. Dos miradas absolutamente diferentes. El propio Azara marca la pauta de ese cambio cuando afirma, al comienzo de su libro, que todo cuanto ha escrito Cabeza de Vaca son patrañas. No son patrañas para el lector actual, por supuesto, que ve en el texto de Cabeza de Vaca uno de los documentos antropológicos más interesantes del encuentro entre el hombre europeo y el indio americano. Sí lo es para Azara que se había curtido en la prosa ilustrada de Buffon, y a quien, no por carecer de esa perspectiva, se le pueden restar méritos. Muchos méritos. Por ejemplo, para empezar por algo no excesivamente significativo: el de haber adelantado toda una epopeya. En apenas 50 páginas, Azara sienta las bases del western, un género que no dará grandes frutos en literatura, pero sí en el arte narrativo que debemos al siglo XX, el cine. Cuando Azara describe, con su lenguaje seco y penetrante, el rostro taciturno, inescrutable, de un charrúa, vienen a la mente, como en una asociación inevitable, los primeros planos en blanco y negro de los rostros apaches y comanches de las mejores películas de John Ford. Y como en las mejores películas de John Ford, Azara consigue que esos rostros terrosos, investidos de una dignidad babilónica, ancestral, primigenia, se recorten contra un paisaje en el que puede palparse el sabor salvaje de una libertad no condicionada por los moldes del hombre occidental. Con su franqueza directa, su desnudez, su precisión fotográfica, la mirada de Azara es una mirada de puro vértigo sobre ese extraño estado de la condición humana que representan los charrúas. No hay juicio moral, o si lo hay es muy leve, apenas el que viene implícito en el hecho de nombrarlos como salvajes. Lo que prima es un tono imparcial, objetivo, y si se analiza bien, cuajado de ambigüedad y hondura. Porque Azara quiere describir a una tribu salvaje, y sin embargo, lo que emana de su texto es una profunda fascinación por los charrúas. Apenas un paso más, y entramos en el argumento de westerns como “Un hombre llamado Caballo”, que curiosamente es la historia de un científico del XVIII secuestrado por una tribu canadiense en la que terminará por integrarse, tras soportar terribles ritos de paso. Sin llegar a esos extremos, sí puede adivinarse en Azara una cierta trasculturización a la inversa. Y el mejor indicador es su propio lenguaje, su potente y fascinante lenguaje: porque si hay un estilo alejado del tono melindroso y cortesano, afectado de inspiración francesa, tan común a la prosa del XVIII, incluso a la prosa científica, ese es el de Azara. Es el desierto y la soledad lo que alienta y conforma su prosa: la mirada perdida día tras día en llanuras sin fin, las noches al raso, el minucioso trabajo del zoólogo que registra hasta el último detalle los movimientos del tapir, las evoluciones del coatí., la piel ajedrezada del jaguar. Un hombre solo expuesto al contacto perpetuo con un mundo animista: un hombre joven y fogoso que confiesa haber entrado en frecuente contacto sexual con indias y mulatas. Pero que muy probablemente no sólo entró en contacto con eso. Muy probablemente entró en contacto con algo más, algo que no quiso confesarse  a sí mismo porque nadie le hubiera entendido en su época: el hecho de que, en medio de la soledad de la Pampa y de la jungla de Misiones, Azara llegó a sentir como un indio: no entender y comprender a los indios, sino sentir el universo con la piel de un indio, accediendo a su cosmogonía. ¿Por qué no entender como una forma de confesar algo inconfesable ese tono bronco y de desafío que nunca abandona a Azara, y que le hace absolutamente singular? Sin duda, también puede entenderse como una forma personal de interpretar la sentencia de Buffon: “El estilo es el hombre”. Siguiendo al pie de la letra ese dictado, Azara se propone deliberadamente circunscribirse a la realidad, pero también expresarla expresándose profundamente a sí mismo. El resultado es curioso: la realidad se vuelve mucho más extraña que la irrealidad al describir las cosas tal como realmente son: de pronto nos envuelve la misma atmósfera narrativa que luego se plasmará en lo real maravilloso desarrollado por los novelistas latinoamericanos a partir de los años cincuenta de este siglo. La fuerza descarnada de su estilo presagia ya la sensibilidad mítico-mágica que alentará a los autores del boom.

El testimonio de Azara tiene un valor único porque, 30 años después de escribir su vertiginosa narración sobre los indios de la Pampa, no quedaba ya ni un solo charrúa, ni un solo patagón. El primer gobierno argentino de Sarmiento se había aplicado a exterminarlos uno a uno, con precisión clínica y sistemática. Después le echarían la culpa a los españoles. El texto de Azara tiene también el mérito de contrarrestar contundentemente esa vieja hipocresía latinoamericana: la de culpar a España de un genocidio perpetrado en realidad por las clases criollas que asumieron el gobierno tras las guerras de liberación de las nuevas repúblicas, ansiosas por desprenderse de la herencia hispánica y seguir los caminos del próspero vecino del norte, donde el exterminio de las tribus nativas sería aún más sistemático.

Podemos tomar a Azara como paradigma de la complejidad que puede llegar a encerrar el libro de viajes si el viajero explota al máximo su capacidad de observación y de penetración en el ámbito que explora. Con él empieza una larga serie de grandes viajeros. Cuando Azara retorna de su periplo por la América Austral, Domingo Badía acaba de convencer a Godoy para iniciar su misión de espionaje en el Imperio de Marruecos. Badía reúne características que permiten considerarlo como una especie de puente, aunque sólo sea por el hecho de que, cincuenta años después, Burton va a tomar el libro de Badía como modelo para la narración personal de su peregrinaje a La Meca y Medina, arrojando, indirectamente, una luz terrible sobre las enormes carencias del propio Badía. De Badía, Burton tomará también la idea del disfraz, para convertirla en un extraño artificio literario. Pero bajo las chilabas de Badía y de Burton van dos viajeros absolutamente diferentes. Mientras que el primero saca de su disfraz el partido puramente práctico de proteger su vida para llevar adelante su precaria misión de espionaje, el inglés va a utilizarlo para una submersión a fondo en la cultura de los territorios por los que transita, y también para acceder a la esencia del Islam. Armado con su astrolabio y su termómetro, Badía experimenta siempre un desprecio conmiserativo hacia los musulmanes con los que se topa en su camino, y con quienes se ve obligado a tratar; Burton se confunde con ellos, hasta convertirse en un musulmán más. Tal vez nada ilustre mejor esta diferencia que la descripción del Ramadán en uno y en otro: frente al desdén altanero de Badía, destaca la frescura con que Burton da rienda suelta a su prosa para describir la alegría que experimenta, como un musulmán más, cuando suenan las campanas que anuncian el fin del ayuno. A Burton le anima una curiosidad genuina, pero la curiosidad del viajero es una caja de doble resonancia. Tras ella resuena, como esboza el propio Burton en la introducción a su obra,  un cansancio del progreso. Ese cansancio es una palabra clave. Anuncia el primer albor de una línea narrativa que va a prolongarse con infinidad de matices en la literatura inglesa y francesa, hasta encarnar todo tipo de conflictos. Porque el viajero occidental llevará en sus viajes todo aquello que una vida europea no posibilita: la libertad sexual, por ejemplo. Podemos imaginar a André Gide en Argelia, a D. H Lawerence o a Malcolm Lowry en Méjico.

Desde esa constante de la huída, el relato de viajes empezará a anudar relaciones que marcan profundamente la literatura del siglo XX.  E.M. Forster proporciona un ejemplo de curiosa metamorfosis. Forster fue uno de esos ingleses autoexiliados de la Inglaterra puritana. Era homosexual. Y era también un hombre extremadamente curioso y lúcido. Casi toda su obra transcurre fuera de Inglaterra. El cine de David Lean y de James Ivory ha popularizado sus escenarios italianos e hindúes. En sus numerosos viajes se hacía acompañar siempre de una guía Baedecker, Frecuentar su obra a veces da también la impresión de estar leyendo una Baedecker. Todas sus novelas surgen de la experiencia del viaje: sus personajes representan el encontronazo del anglosajón con Italia, con la India, con lugares donde la vida fluye por canales absolutamente diferentes de los aprendidos en el College de alguna prestigiosa universidad británica. No es extraño, pues, que cuando Forster aborda la escritura de un libro de viajes, siga minuciosamente la misma estructura de una guía. Surge así su “Alejandría”. “Alejandría” es una guía de viajes, y al mismo tiempo es algo más que una guía de viajes. Es un libro escrito para viajeros, con indicación precisa de lugares de interés, medios de transporte, horario de autobuses y tranvías, posibilidades de alojamiento. El juego de Forster es curioso: en apariencia, no aspira más que a describir una serie de lugares con la sequedad y el distanciamiento de cualquier guía de viaje, encareciendo la importancia histórica, o el valor estético de determinados lugares, y sin embargo de su escritura emana algo más, una cualidad impalpable y sutil: algo que la separa de la guía al uso, y deja tendida una serie de invitaciones, como la que más tarde recogerá Lawrence Durrell para su Cuarteto de Alejandría. Es el destino del Cuarteto poblar de seres y de acciones la ciudad cartografiada por Forster, y así lo declara expresamente el propio Durrell en el prólogo de sus “Limones Amargos”, uno de sus libros de viajes por el Mediterráneo. El Cuarteto es una densa, intrincada y polifónica flora de seres cosmopolitas, y un conjunto novelístico de enorme ambición intelectual: plantear la relatividad de los sentimientos y las acciones a la luz de las teorías contemporáneas de la relatividad. Pero en todo momento está presente, como una música de fondo, la guía de Forster, que sin embargo es sólo guía de viajes, pero que a su vez encapsula todos los ingredientes para un desarrollo novelístico: haber captado las calles polvorientas, las huellas de un esplendor pasado reducido a ruinas. Forster facilita ya el entorno, la materia prima, y esa base será reconocible a través del complejo tapiz creado por Durrell. En esa transacción no deja de contrastar vivamente el papel titánico del novelista, ocupado en insuflar vida a personajes y acciones, en sostener la complejidad de la trama y apuntalar la arquitectura narrativa, con el papel relativamente modesto del viajero a que se resigna Forster, limitado a recoger impresiones, a buscar la conexión exacta de un tranvía con un museo: pero la deuda del novelista con el viajero es un elemento que ayuda a encuadrar el valor y la figura de éste. El vagabundeo, la errabundia del viajero, precede a la novela: es como la ocupación de buscar escenarios para una película, delimitar el territorio, escoger exteriores.

La sentencia de la Sociedad Geográfica Madrileña, recomendando a Domingo Badía que no continúe la exploración hacia el corazón de África, parece sentar los límites para la exploración española. España renuncia a su mirada imperial cuando los demás países están desarrollándola: España reconoce que Francia e Inglaterra están mejor preparadas para esa empresa. No habrá españoles en las grandes epopeyas africanas: la exploración de las fuentes del Nilo, la navegación de los grandes ríos. Hay, sí, las Cartas de Juan Valera desde Rusia, representación de un país que ha quedado en los márgenes de Europa, y que supone muy poco dentro de los juegos de poder de la diplomacia europea.

En esa embajada rusa de Valera, entre Moscú y San Petersburgo, se desarrolla el drama de la insignificancia española, a la que Valera asiste divertido y escéptico, orquestando carta a carta una especie de vals al que por momentos se le escapa un sabor de decadencia, una melancolía a la que Tchaikovsky podría haber puesto música. Mucho más trágica había sido la sensación que de esa misma decadencia y anacronía española había experimentado Larra: viajero perdido y extraño en su propio país: pero la mirada desde fuera de uno y la mirada desde dentro de otro convergen en la misma visión. Sería una visión destinada a prolongarse durante todo el siglo, y a ramificarse en multitud de matices con los autores del 98. Y es la visión de un país que va anquilosándose y contrayéndose poco a poco, perdiendo espacio vital, espacio significativo, encerrándose en un coloquio tormentoso con sus propios fantasmas. Es muy interesante distinguir entre Valera, el viajero que parte de la metrópoli y piensa España desde el exterior (una dialéctica que también tensa al máximo Blanco White ) y Larra, que no puede sino ser un viajero perdido, un exiliado interior, tras su contacto con el exterior, ese trasfondo francés que opera como una némesis permanente contra todo cuanto le rodea y le desarraiga en España. Cada uno de sus artículos puede ser entendido como un viaje por un país incomprensible, como episodios de un rechazo global. Sea como fuere, ambos tipos de viaje y de viajero encarnan el paradigma de lo que en todo relato de viajes conforma el sustrato esencial: el cuestionamiento de uno mismo y de sus propias circunstancias.

No menos significativo es el hecho de que, mientras Larra se tortura en sus propios artículos, Teófilo Gautier o Gustavo Doré se recreen en las estampas hispánicas alimentadas por el romanticismo europeo, y que contribuirán más tarde a balizar la visión de España alrededor de una serie de tópicos cuyo principal valor es el de facilitar una visión pueril desde fuera…, y a contribuir a la prosperidad de las tiendas de souvenirs. Las conquistas napoleónicas arrojaron a los escritores franceses a viajar por los territorios de un efímero imperio: la condesa de Staehl había descubierto la Alemania romántica, Stendhal había paseado con arrogancia y lucidez su espíritu de “citoyen” por una Italia en descomposición, Gautier y Merimée vinieron a crear e imaginar la España folclórica de bandoleros, polainas, bailarinas, gitanas y matadores. Y a pesar de la puerilidad reductora, el caso español ejemplifica la utilidad de la visión deformada que viene siempre desde fuera, en la medida en que sirve como reactivo para los de dentro, lógicamente conscientes de las limitaciones que implica, y que en muchos casos se acogen con una media y distanciada sonrisa: pese a lo cual, sería injusto no señalar que, en buena medida, la sociedad española ha estado y está en proceso de evolución y constitución a partir de sus pautas de reacción frente a una mirada extraña, la mirada de fuera. Ha sido una constante desde que, con la invasión napoleónica que vino a certificar la fragilidad del país en Europa, los españoles dejamos de mirar, y empezamos a ser mirados. La propia evolución del país durante el siglo XX, enzarzado en una guerra civil cuando apenas empezaba a recuperarse de los trastornos provocados por la pérdida de las últimas colonias, terminó por estrechar aún más las posibilidades de desplazamiento: las fronteras se convirtieron en baluartes, y el territorio del viajero quedó limitado a las llanuras y los valles inmediatos. “Viaje a la Alcarria”. No está muy lejos la Alcarria, no es un territorio precisamente exótico. Y sin embargo serviría como pretexto para que Cela reinventase el género a partir de los humildes materiales que proporcionan unos caminos polvorientos y arcillosos, bajo un sol de justicia, en un verano inmisericorde y abstracto. También el viajero, a los ojos de Cela, se convierte en una figura abstracta, desplazada a una tercera persona extrema, a punto de desvanecerse en la impersonalidad: es apenas dos ojos que miran, oídos que escuchan, y pasos que caminan. Nada más. Los muros encalados de los pueblos terrosos que va dejando atrás le miran pasar, y enseguida vuelve todo a quedar suspendido en una inmovilidad de piedra, tierra y sol, en un vértigo de llanura y tierra requemada que termina por imponer su propia épica privada, mínima y amarga.

Escritores posteriores (Julio Llamazares en Portugal es un caso reciente) han intentado amoldarse, sin suerte, a la teoría del género que propone Cela en su libro sobre la Alcarria. Ninguno de esos “viajeros” que épicamente se nombran a sí mismos como “el viajero” tiene la credibilidad del humilde modelo de Cela. Tal vez sea así porque ningún otro género es menos susceptible de encajar en una teoría que la literatura viajera. La narración o la poesía mantienen siempre las constantes que Todorov, Propp o los formalistas rusos han estudiado lúcidamente: pero el libro de viajes no tiene otras fronteras que las que la imaginación o el talante del escritor viajero quiera imponerle. El viaje surge casi siempre de un impulso hacia la libertad, y el mismo impulso debe transmitirse en su plasmación literaria. En ningún otro género se muestra tan pálida, tan innecesaria, tan fracasada, la imitación de una teoría o de un modelo. Cada viajero tiene la necesidad de inventarse a sí mismo en la singularidad de sus percepciones, y de reinventar su experiencia en todo aquello que la hace única, pero no es tan fácil dar una respuesta adecuada al inmenso y tentador espacio de libertad que ofrece el viaje como género literario. Ofrece libertad, pero también un desafío: multitud de observaciones y de experiencias que es preciso articular y registrar correctamente, adecuando estilo y tono al ritmo, la pauta y el devenir en que han ido sucediéndose las vivencias. No es lo mismo el registro puntual del escritor que viaja con su diario y que va dando entrada día a día a todo cuanto surge en su camino (Stendhal, o los cuadernos de bitácora de las fragatas del XVIII), que la narración retrospectiva vuelta hacia el viaje como experiencia ya pasada y que ha marcado un momento único y especial en la vida del autor (por ejemplo, Stevenson en su delicioso viaje por los Alpes en compañía de una burra). Son dos modos diferentes de acotar la experiencia del tiempo durante el viaje: una es instantánea y concreta, mientras que la otra es vaga y propensa a dilatarse. Pero ambas reflejan la singularidad del tiempo del viajero frente al tiempo en que se desarrolla la vida de los otros, los viajeros de su propia inmovilidad, los instalados en su patrón de existencia. El viaje desplaza hacia una isla en medio del devenir continuo de la existencia: un lugar regido por otro diapasón temporal, y también por otras coordenadas espaciales. La vida diaria se desarrolla en un ámbito de cotidianidad; el tiempo del viajero busca la excepcionalidad. No interviene en su visión lo que está, sino que explora también lo que ha estado, busca viejas piedras, huellas del pasado, cuadros en museos, arquitecturas, testimonios que reconstruyan, expliquen y den sentido al presente que se ofrece ante sus ojos: su visión no es sincrónica, sino diacrónica , acepta las invitaciones que la costumbre o la rutina rechazan, perturba los designios de la voluntad acomodaticia, enlaza elementos que al nativo se le ofrecen discontinuos, transgrede los convencionalismos aceptados de la tribu, se deja envolver por la sorpresa, el asombro o el rechazo, mantiene la conciencia en un estado de profunda y continua transformación. y en último término, lanza una propuesta para la interpretación de una realidad. Pero qué tipo de relaciones mantiene con la realidad la realidad que perciben los ojos del viajero? Su texto no va destinado a los que son visitados, sino a los miembros de su propia comunidad; no es un diálogo con extraños, sino una embajada para coterráneos: “He ido a … X, y he visto…”. Pero, ¿qué ha visto el viajero?, ¿o qué buscan ver los ojos que leen su relato? Si desplazamos la perspectiva hacia el lector, constataremos un fenómeno curioso, también lógico: una sociedad se convierte en lectora de literatura de viajes cuando los individuos que la componen disponen de los medios para viajar. Podemos observarlo hoy en día, con toda claridad, en España: no menos de tres editoriales han abierto una veta rentable, y con gran aceptación entre el público, especializándose en libros de viajes. No es tanto una moda, como el reflejo de un cambio social profundo: la evidencia de que España ha accedido a los patrones de las sociedades de consumo occidentales, de que ha entrado en el club de los elegidos. Podemos viajar, porque nos beneficia el desnivel frente a sociedades menos desarrolladas: podemos dejar de ser visitados, para convertirnos en visitantes. Y hasta incluso han aparecido, un siglo después, los viajeros capaces de cumplir el sueño nunca realizado de Domingo Badía: explorar el corazón de Africa (como Jorge Martínez Reverte, como Alfonso Armada), y de todos aquellos espacios geográficos que posibilitan recrear la épica de huir al mundo occidental, con todos los tropos habituales y la retórica asociada: por buena voluntad y corrección política que destilen estos textos, se repiten hoy en día, como hace dos y tres siglos, las mismas constantes que insisten en desplazar hacia un territorio excepcional lo que quizá no esté tan lejos de nosotros mismos. Pero, si se perdiese esa sensación de extrañeza frente a otro tipo de naturaleza, frente a otro tipo de humanidad, ¿que quedaría de lo que normalmente se entiende por literatura de viajes? Algo más fiable, acaso: el testimonio de un reportero o de un enviado especial, pero también con menos encanto, sin los elementos que han llevado a que la literatura de viajes se asocie con la idea de evasión. No se trata de cuestionar la idea de evasión, sino de introducir una higiene crítica elemental frente a los desniveles socioculturales que la literatura de viajes ha testimoniado y sigue testimoniando indirectamente a favor de un concepto de cultura occidental. Tampoco se trata de negar el género, sino de trazar una línea desde la que fuese posible establecer un balance y sugerir a partir del mismo una evolución. Sólo lo que reflexiona sobre sí mismo puede evolucionar hacia otro estado. Y en la literatura de viajes, aún es posible descubrir otros entornos: basta con mirar a todo aquello, y a todos aquellos, que han sido considerados siempre como una fatalidad o un accidente. El problema es que el viajero no escribe para ellos, sino para las editoriales del mundo occidental. Y en consecuencia, quizá tampoco escriba sobre ellos, y nuestro viaje sólo pueda empezar cuando termine el trayecto del viajero.

ENTREVISTA CON LAWRENCE BLOCK
Cuenta Lawrence Block en uno de sus textos autobiográficos que se hizo escritor para no convertirse en delincuente. La disyuntiva nunca fue tan patética como a mediados de los años 70 : tras quince años escribiendo, su carrera alcanzaba por entonces la cota más baja. Incapaz de vender un sólo escrito, incapaz de terminar un sólo libro, Block se mudó de su apartamento neoyorkino. Empezó a vagabundear, sin domicilio fijo. Block llegó a conocer íntimamente Nueva York, un Nueva York que no aparece en ninguna guía turística. Pero se cansó. Alquiló un viejo Buick. Metió sus maletas. Tomó rumbo hacia los Angeles. El viaje se prolongó por espacio de nueve meses. Tampoco en Los Angeles hubo suerte. Empezó a leer anuncios de trabajo. Todos demasiado complicados, demasiado elaborados.. Al fin dio con uno esperanzador: “Se necesita mozo para cepillar crines de caballo”. El problema venía al final: “experiencia indispensable”. Casi pudo escuchar al autor del anuncio gritándole: “lárguese de aquí, capullo, no ha cepillado usted una crin de caballo en su vida”. Fue entonces cuando empezó a tomar cuerpo otra posibilidad: “Don`t rule out crime”, no excluyas el delito. Entras en una tienda, apuntas al dueño con una pistola, y nadie te pide el Currículum. No te piden experiencia. Claro que ello implica violencia. Mejor el robo; no es tan diferente de la literatura: trabajas a solas, evitas el roce con tus semejantes, rindes mejor por la noche… Empezó a hacer la prueba: abrir puertas de hotel con la tarjeta de crédito por ejemplo. No se le daba demasiado bien. Pensó: y si sigo haciendo esto, ¿qué pasa si me detienen? Tampoco es tan grave: un montón de cosas problemáticas, como alojamiento y manutención, se convierten en responsabilidad ajena. Pero supón que te arrestan, y que aparece un cadáver en la habitación de al lado. Eso sí que sería un problema. Pero, un momento, también podría ser un libro.
Estaba a punto de nacer Bernie Rhodenbarr, el escurridizo y erudito ladrón de guante blanco que saquea las grandes mansiones de la burguesía neoyorkina, como ejercicio de relajación, después de una pacífica existencia diurna de librero en la calle 57. Le seguirían Evan Hunter, el espía más insomne y despistado de la historia del espionaje. Y al final llegaría Matthew Scudder, el detective que reanudaría y magnificaría en Nueva York la estela que había dejado Philip Marlowe en Los Angeles. Estábamos a mediados de los 80, y la novela negra volvía a vestirse de largo.
Existe un Nueva York secreto, y existen los ojos de Matthew Scudder para captarlo. Y existe esa novela de Block “Ocho millones de maneras de morir”, que es la apoteosis de un Nueva York invisible, trágico, espectral: el fantasma de Edgar Allan Poe ronda por los callejones mugrientos de Brooklin, donde las ratas se encaraman a los cubos de basura; Kim Dakkinen espera a ser asesinada bajo un cuadro de Edward Hooper; el viento gélido gira en las esquinas, o se arremolina en espirales, desciende entre los rascacielos; Matthew Scudder se emborracha una vez más en la barra de Armstrong`s, o se refugia en el anónimato de una fría y vieja iglesia, o en una sala sin esperanza para los alcohólicos anónimos; un viento desolado recorre las calles de Manhattan; el tiempo y el polvo se acumulan sobre los peldaños podridos de escaleras con olor a tristeza, heroína y soledad. Existe el cartógrafo de ese Nueva York donde la vida se agarra penosamente a una última evidencia de ser vida: se llama Lawrence Block.

Lawrence Block es con Donald Westlake y Justin Scott el exponente de una de las generaciones más renovadoras y radicales de la novela negra norteamericana. El humor ácido, los toques surrealistas, la originalidad de las tramas, el virtuosismo en la creación de personajes y situaciones constituyen quizá su mejor y no única aportación a un género cada vez más liberado de corsés y abierto a todo tipo de propuestas. La obra de Block es densa y rica en contrastes pero, salvo las novelas eróticas de sus inicios, (“tenía que escribir sobre lo que conocía”, confiesa), se mueve siempre en el terreno del crimen y el suspense . Una de sus características sobresalientes es la de haber desarrollado largas series sobre los mismos personajes . Pese al humor y la simpatía que despiertan Bernie Rhodenbarr, Evan Tanner y Chip Harrison, el personaje más impactante de Block es, sin duda, Matthew Scudder. Las novelas de Scudder tienen siempre como telón de fondo el lado más oscuro de la condición humana. Por las calles de Nueva York avanza un hombre solitario que, sin apenas recursos ni contactos, se enfrenta a crímenes y criminales pavorosos. Era inevitable que, al encontrarnos con Lawrence Block, le asediásemos a preguntas sobre Scudder. Preveyendo lo que se le venía encima, Block pidió una enorme tazá de café, y se recostó plácidamente en una de las sillas que se nos brindaban en un lugar a mitad del camino de Santiago, una ruta que frecuenta secreta y asiduamente, con la tenacidad y el fervor de un peregrino agnóstico.

1) P: La primera pregunta es obligada Sr. Block ¿Cómo se encontraron usted y Matthew Scudder?
R: Bueno, temo que voy a decepcionarle. Fue una sugerencia de mi agente. Me propuso que elaborase una serie de novelas centradas en un policía Lo que desarrollé, por supuesto, estaba muy lejos de la idea original.

2) P: ¿De manera que los lectores estamos en deuda con su agente?
R: Eso temo, eso temo…Pero ya ve, Scudder no tardó en adquirir vida propia. Cuando empecé a escribir los primeros libros sobre Scudder ( “The Sins of the Fathers”, “In the Midst of Death”). Scudder era ya el mismo detective que aparece en “Ocho millones de morir”, que es el quinto libro de la serie. “Un paseo entre las tumbas”, el último publicado en España, es el noveno. Sin embargo en el primer libro de la serie no se me había ocurrido en absoluto que un día empezase a beber, y que sus relaciones con el alcohol llegasen a convertirse en un aspecto importante de la serie, de manera que en las cuatro primeros libros es un bebedor compulsivo. En “Ocho millones de morir” se enfrenta cara a cara con su alcoholismo, y este combate llega convertirse en una parte sustancial del libro. En los libros siguientes se convierte en un hombre sobrio. Este desarrollo es algo que me sorprendió a mí mismo: en principio, yo pensaba que permanecería igual a lo largo de los libros que escribiese sobre él: es lo que suele ocurrir con los personajes de detectives, no suelen perder nunca su carácter de ventanas por las que nos asomamos al mundo. Descubrí que no iba a ser ese el caso de Scudder. El carácter de los libros operaba a un nivel de realismo tal, que imposibilitaba el hecho de que Scudder no cambiase: el hecho de que envejeciese, por ejemplo.Y así, tras escribir durante 20 años sobre Scudder, Scudder es hoy 20 años más viejo de lo que era cuando empecé a escribir sobre él. En ningún libro he precisado su edad, pero en la duodécima novela de la serie (“A long line of death men”) hechos como el envejecimiento, la cercanía de la muerte, o el paso del tiempo, se convierten en protagonistas. Por ello mismo, me dí cuenta de que sería artificial no concretar su edad en ese libro: parecería una omisión, determiné que más o menos su edad rondaría la que yo tengo ahora, o sea, unos 59 años.

3) P. Me llama la atención que todos los problemas en que se mete Scudder son siempre de carácter privado. Trabaja para un camello que no puede acudir a la policía, para una prostituta acosada, siempre al margen de la justicia oficial.. ¿Tiene algo que ver con una voluntad expresa de escapar a la realidad criminal?
R. No sé si tiene algo que ver con una voluntad expresa de escapar a la realidad. Pero sí puedo decir lo siguiente: cuando empecé a escribir la serie de Matt Scudder, cuando empecé a desarrollar el concepto del personaje, el editor me sugirió que escribiese sobre un policía. Enseguida me di cuenta de que, para mi propia comodidad, me resultaría más fácil escribir sobre un ex-policía. No quería escribir bajo el punto de vista de un personaje que forma parte del sistema, de la burocracia. Me sentiría mucho más a gusto con alguien que está fuera del sistema, que trabaja por su cuenta. No quería escribir libros en los que la resolución de la trama viene dada por el esfuerzo colectivo del departamento de policía: esto me interesa ocasionalmente como lector de novela policiaca, pero no es algo sobre lo que a mí me interese escribir personalmente. Y a medida que iba escribiendo la serie, descubrí que, lo que lo hacía interesante a mis ojos, era el hecho de que Scudder tuviese que enfrentarse a dilemas de carácter moral. Al investigador privado se le describe casi siempre como un hombre con su propio código, lo que le falicita saber lo que debe o no debe hacer en cada momento. Yo no conozco a casi nadie que vaya así por la vida. Me parece mucho más interesante trabajar sobre un hombre desorientado que duda antes de obrar, y que debe ingeniárselas para encontrar continuamente salidas nuevas, dado que las reglas establecidas no sirven. Scudder, en la mayoría de las ocasiones, tiene que buscar su propio camino hacia un sentido de la justicia con el que pueda convivir. Y esto es así, porque los casos en los que trabaja nunca pueden encontrar una solución en el orden de la justicia establecida. Este es el espíritu común a la mayoría de los libros. Añadiría también que, al principio, no planeé conscientemente que los libros fuesen así; es algo de lo que me he dado cuenta posteriormente, al mirar hacia atrás.

4) P. No me extraña demasiado que hable usted de Matt Scudder como si fuera una persona con existencia propia ¿Es así como usted lo siente?
LB: Sí, creo que poseo un cierto sentido de Scudder y de su mundo. Es frecuente oír a los escritores hablar de cómo sus personajes adquieren vida propia, lo que a veces suena como una demanda absorbente: para mí está muy claro que soy yo quien pone a Scudder sobre el papel y le da forma, pero también tengo claro que el personaje y su mundo posee una especie de realidad propia que ciertamente determina lo que imagino, porque debe adecuarse a lo que concibo como el mundo propio de Scudder.

5) P: Admitamos que Scudder tiene su mundo y su vida propia ¿Cuánto queda de usted en él?
LB: Ciertos aspectos, por supuesto. Siempre que un escritor concibe un personaje determinado, creo que el personaje incorpora elementos del escritor. Esto es indudable en mi caso, y es inevitable cuando se utiliza a varios personajes en muchos libros. Hasta ahora he escrito ocho libros sobre Bernie Rhodenbarr y 14 sobre Matthew Scudder: inevitablemente hay aspectos de mí mismo que intervienen en estos personajes. Cuando empecé a escribir sobre Matthew Scudder las semejanzas eran circunstanciales: en esa época yo acababa de separarme de mi primera esposa, y Scudder acababa de separarse de la suya; ambos vivíamos en el mismo barrio de Nueva York. Pero enseguida empezaron las diferencias: yo no tengo ningún antecedente de haber pertenecido a la policía, yo era escritor, y he sido escritor durante casi toda mi vida.

6) P: ¿Y supongo que tampoco había matado accidentalmente a ninguna niña colombiana?
R: No, por favor, no había matado a nadie, a Dios gracias. ¿Otras disparidades entre nosotros?:. procedíamos de lugares diferentes, caminábamos en direcciones opuestas. Ahora bien, Scudder representa una de las formas en que yo percibo el mundo: empecé a escribir sobre Scudder en 1974, y sobre Bernie Rhodenbarr en 1976; son dos personajes muy diferentes en un mundo muy diferente, pero ambos son aspectos de mi mismo, sin duda

7) P: Me gustaría saber si la obsesión de un escéptico por las iglesias solitarias en medio de la urbe es también un aspecto de su personalidad. Hay rasgos como éste que apuntalan a Scudder en la imaginación del lector: ¿de dónde proceden? ¿de la autoobservación?, ¿de su entorno?
R:. Bueno… cuando escribo, intento que el mundo del libro penetre en mi mente. Diría que es algo que procede de la imaginación, pero no puedo concretar el mecanismo. Escribir es un proceso muy misterioso, sólo una parte mínima pertenece a la vida consciente: la mayor parte está oculta bajo la superficie

8) P: Nadie mejor que usted para decir eso: con “Ocho millones de maneras de morir” siempre se tiene la impresión de planear sólo sobre la parte emergente de un iceberg.
R: Entiendo a que se refiere y puedo comentarle algo al respecto. Verá: en la primera parte de la serie me propuse escribir acciones de Scudder cuyo motivo me fuese desconocido a mí mismo. Tenía en mente la idea de dejar una parte sumergida. Quizá por eso me pareció interesante escribir sobre el personaje…, y aún me lo parece. Pero, sabe, cada vez resulta más difícil.

“(Súbita impresión de haber pisado territorio indiscreto; Lawrence Block se quedó pensativo, muy pensativo, y en sus ojos podía leerse un desvalimiento repentino. Parecía como si estuviese a punto de librarme una confesión valiosa. El tono de su voz se volvió confidencial)”.

R: Verá, después de tantos años escribiendo, uno esperaría que un día resultase fácil. Al fin y al cabo, ha sido mi única profesión durante casi 40 años. “(hizo una pausa, como si la cifra resultase abrumadora)” Si, fue hace 40 años cuando vendí mis primeras historias. Pues no lo es. Todo lo contrario. Joder, cada vez me resulta más díficil. He terminado por aceptar que así debe ser: escribir nunca debe ser fácil. Confío en que al menos sea mejor, pero no creo que llegue a ser fácil. Cada libro sigue costándome tanto hoy como me costaron los primeros libros.

10) P: ¿Puede haber alguna otra razón? ¿Quizá la desaparición de ese fondo contra el que uno imagina las historias clásicas de detectives? ¿Puede deberse a una pérdida de referentes?
R: No demasiado, creo yo: seguimos viviendo en un mundo esencialmente delictivo, y no creo que eso influya en que escribir sea más fácil o más difícil. Yo creo que lo difícil de la escritura es conseguir llegar adónde uno quiere llegar. Logicamente, esto no es nada fácil. Y además, ocurre que cuando se empieza a escribir, nadie espera nada de tí, ni siquiera tú esperas gran cosa de tí mismo. Pero luego las expectativas aumentan.

11) P: Y con ello la presión…
R: Claro, claro.

(Repitió la respuesta no dos, sino cuatro veces, como si eso le ayudase a descargar esa presión.)

12) P: ¿Quiere decir que no siempre se siente a gusto al escribir?
R: Algunas veces sí; la mayor parte de las veces, más bien inquieto. Las presiones de las que estamos hablando se concretan: escribir un libro tan bueno como el anterior; o mejor que el anterior. Y a la vez, la dificultad implícita de toda serie que uno ha venido desarrollandodo durante un largo periodo de tiempo. Es decir, el problema de no repetirse a uno mismo, de no solo escribir el mismo libro una y otra vez.

13) P: Quizá cambiar de género le hubiese ayudado a evitar ese problema. ¿No ha pensado nunca en dejar por algún tiempo la novela negra para probar otro tipo de ficción?
R: No creo que funcionase. Me siento en mi terreno escribiendo novela negra. Y llevo tantos años en el género, que de algún modo pienso que es lo que el lector espera de mí. Tampoco tengo una idea muy clara de cuál pudiera ser el otro tipo de ficción que pudiera escribir con brillantez

14) P: ¿Qué hay en el origen de su fervor por la novela negra?
R: Me gusta mucho el tipo de estructura que requiere: hay un delito, hay que encontrar una solución… son unos elementos de partida que permiten anclar suficientemente la historia y jugar con los puntos de vista: a la vez, confieren unos motivos para la actuación de los personajes. En la novela negra, además, el argumento es siempre fundamental, todo lo que ocurre es significativo. Cierto tipo reciente de ficción, la ficción post-moderna digamos, tiende a mirar su propio ombligo más que la historia que pretende narrar. A veces ni siquiera se narra ninguna historia. Esto puede o no puede tener valor, pero yo, ni como lector ni como escritor me siento inclinado hacia ese planteamiento. Estoy mucho más interesado en el valor de contar una buena historia. Es lo que me atrajo ya hacia la lectura cuando era niño, y es aquello por lo que creo que sigue valiendo la pena leer: quedar enganchado en la historia, pasar página tras página, ansioso por saber qué va a pasar en la página siguiente, en el renglón siguiente.

15) P: Ocurre cuando se lee la gran ficción negra norteamericana que uno tiene la impresión, quizá falsa, de redescubrir un original; ocurre que la europea o latinoamericana pueden dar a veces la impresión de una imitación, sin que eso sea necesariamente peyorativo. Sé que usted es un buen conocedor.
LB. Pero me es imposible determinar si realmente existe una cualidad particular inherente a la novela negra norteamericana. Viviendo como yo vivo en Estados Unidos, sólo puedo pronunciarme sobre si pienso que la novela negra norteamericana es o no un reflejo de nuestra sociedad. Y lo que pienso es que es el mejor, sin lugar a dudas. Por lo que se refiere a la comparación con la novela negra de otros países, no me es fácil responder. Durante cierta epoca, sí pudo ser cierto que, al principio, los cerebros realmente brillantes que escribían novela negra sólo se encontraban en Estados Unidos. Esto pudo ser cierto en una época, pero no creo que sea cierto ahora. Leo a escritores ingleses de una calidad similar, John Harvey o Ian Rankin. Y estoy seguro de que hay muchos otros que no puedo citar porque ya no leo tanto ahora como leía antes. Pero tengo la impresión de que la novela negra europea y latinoamericana no tienen nada que envidiarle a la norteamericana

16) P: Pese a carecer de precedentes: siempre he visto a la novela negra como una prolongación del western.
LB: Totalmente de acuerdo. El investigador privado norteamericano es una versión moderna y urbana de un concepto heredado del western. En buena parte, es un equivalente del western pasado por el tamiz de la gran ciudad y de la época moderna.

17) P: Y la urbe de Lawrence Block es Nueva York. Scudder y Nueva York, ¿dos caras de una misma moneda?
LB: Creo que sí. Toda la serie de Scudder es en buena parte deudora de Nueva York, y Nueva York es en buena parte un personaje más de los libros.

18) P: ¿De dónde procede su obsesión por Nueva York: del amor, o del odio?
LB: Del amor, sin duda. Yo soy de Buffalo, una ciudad del mismo estado pero a 400 kilómetros de Nueva York. La primera vez que fui a Nueva York , con 10 años, comprendí ya que algún día esa ciudad iba a ser mi hogar. Vivo allí, por supuesto, y allí he pasado casi toda mi vida. He intentado vivir en otros lugares, pero siempre termino por volver, siempre hay algo que echo de menos. Hace unos doce años, mi esposa y yo nos mudamos a Florida. Era un lugar muy atractivo; llegué a pensar que se convirtiría en nuestro hogar permanente, que mis futuras novelas transcurrirían en Florida. En un momento dado comprendí que nada de eso tendría sentido. Comprendí que no tenía intuición de cómo podía ser la vida de la gente en Florida, que podría pasar veinte años allí sin llegar a adquirir nunca esa intuición. No tardamos en volver a Nueva York. Y aún hoy, absorbo de Nueva York una gran parte de mi energía como escritor. Muchos lectores afirman que Nueva York es un personaje más de mis libros, y creo que muy probablemente es cierto. Me gusta viajar, mi esposa y yo escapamos en cuanto podemos a lugares exóticos e interesantes, pero en cuanto vuelvo, me siento a trabajar y vuelvo a escribir otra historia neoyorkina. También suelo recluirme a escribir en lugares solitarios y apartados, pero vaya donde vaya, Nueva York va dentro de mí. Por muy lejos que me encuentre, sus calles están obsesivamente impresas en mi mente.

19) P: En cualquier caso, el Nueva York de “Un paseo entre las tumbas” resulta mucho más cínico y descarnado que el de “Ocho millones de maneras de morir”.
LB: El Nueva York en que vive Matthew Scudder ha cambiado mucho a su alrededor. En alguno de sus libros él llega a formular comentarios sobre dichos cambios. Quizá yo sea menos consciente porque vivo allí, y los cambios son graduales. Pero no sé si esas diferencias entre los diversos libros reflejan algún cambio directo en la ciudad. Mis novelas son más negras o más violentas por el carácter de la historia que tengo en la cabeza. No es que yo decida conscientemente si un libro va a ser más duro o más suave: cada libro sigue el devenir de la historia, y se convierte en el medio que encuentro para contar esa historia lo mejor que puedo

20) P: También a Scudder nos lo ha cambiado mucho en “Un paseo entre las tumbas”. Se le echa de menos en la barra de Amstrong, se ha convertido en un tipo mucho más abierto y más sociable, y hasta hace una vida casi matrimonial con Elaine, su vieja amiga prostituta.
R: Cierto, cierto, lleva usted razón. Confío en que lleguen a publicarse en España los primeros libros de la serie, así se podría apreciar mejor la fuerte evolución que le ha llevado hasta ese estado.

21) P: Culmina el siglo, la novela negra sobrevive, y los críticos le incluyen a usted entre sus cultivadores más conspicuos, junto a Hammet, Chandler, McDonald. ¿Se encuentra a gusto en esa compañía?
R: La verdad es que no me causa ningún problema. Siento gran admiración por los tres autores que ha mencionado.

Caía un crepúsculo azafranado sobre nuestro lugar de encuentro, una estación de paso en el Camino de Santiago. Intuí que Block prefería meditar en el desenlace de “Even the Wicked”, el decimocuarto caso de Matthew Scudder, sobre el que está trabajando en estos momentos . Le dejé en buena compañía. Me alejé con el deseo de que algún día se publiquen en España todos los libros de la serie. Para abrir boca, “Un paseo entre las tumbas” acaba de aparecer en Alianza MC.

CUADERNOS – ONCE DE SEPTIEMBRE

Cuadernos del

Once de Septiembre

  1. a) “Rising Resentment”

En la editorial del “New Republic” de 21 de mayo de 2001, bajo el título “Rising

resentment abroad about Americas “ podía leerse: “Son muchas las formas en que otros países podrían vengarse de la negativa americana al cumplimiento de sus obligaciones – su negativa a firmar los tratados internacionales sobre eliminación de las minas, el derecho a la alimentación de todos los seres humanos, el cambio climático – y, por el contrario, su insistencia en defenderse contra los ataques de misiles enviados por otros países”. En algún momento de este editorial – y era su tema central – el autor empleaba un término que empezaba a convertirse en moneda corriente por esos días, “America`s isolationism…” A finales de ese verano, el aislacionismo estadounidense encontraba su expresión brutal en una simple imagen de televisión: la de la silla bruscamente abandonada por el último representante norteamericano en la Conferencia de Naciones Unidas sobre Racismo que se estaba celebrando en Durban, y que la actitud norteamericana convirtió en un fracaso total. La imagen de esa silla era inquietante y violentamente premonitaria. Tanto, que antes de descubrir el desenlace de esa premonición, uno se veía obligado a preguntarse: ¿Por qué? ¿Por qué tal aislacionismo?

Plantearse la pregunta obligaba a una recapitulación histórica, pero vivimos en el imperio, y el tejido de esa historia podía desprenderse de cualquier hebra: por ejemplo, un cómic publicado por esas fechas, titulado “Bebop”,  que recreaba a las grandes figuras de ese periodo en la historia del jazz. Valía la pena retener una frase del periodista que lo reseñaba para un conocido suplemento: “en los arrabales del Imperio sonaba esta música” .  Dizzie Gillespie y Charlie Parker, los dos gigantes del bebop eran, en efecto, personalidades muy diferentes, pero en los pequeños clubs de jazz del Nueva York de 1945 y 1946, en los arrabales del Imperio, iban a crear una de las músicas más inspirada del siglo, viñetas contra la mortalidad, como los cuartetos vieneses de Mozart dos siglos antes. Esa música ponía de manifiesto algo magnífico de la cultura norteamericana: la capacidad para sintonizar individualidades poderosas, hasta el punto de crear una nueva y rica energía donde todo está en su sitio, como soñado por un único espíritu.  El jazz, la música americana, había progresado a una velocidad endiablada. Para finales de los años 30 Armstrong ya era una figura anacrónica; llegó entonces Dizzie Gillespie, y el jazz se marchó directamente a las estrellas. Se marchó, quizá, demasiado lejos: en la gira que Dizzie Gillespie realizó en 1949 por el Sur de los Estados Unidos, su tierra natal, Gillespie se dio cuenta de que la gente no era capaz de bailar a los ritmos del bebop. La audiencia se quedaba perpleja, y Dizzie se rebelaba: era música para bailar, precisamente para bailar. ¿Acaso no habían encontrado el paso los americanos de los años 30 para los ritmos endiablados de los Hot Five, de Bix Beiderbecke y de Frankie Trumbauer, The Jazz Age, tan magníficamente retratada por Scott Fitzgerald?. Hasta la llegada del rock and roll no encontrarían los norteamericanos una música con la que identificarse. Pero, para entonces, el lugar al lado de Parker lo ocupaba Miles Davies, y Davies se explayaría en su autobiografía sobre esa sustitución del jazz por el rock and roll: la magnífica treta organizada por las grandes discográficas para “blanquear” el espíritu musical de la juventud norteamericana. Con el jazz, era toda una época la que desaparecía. Toda esa Norteamerica de los años 30-40-50 está impregnada por el jazz. Basta un ejemplo para ilustrar las diferencias: el Pearl Harbour cinematográfico de Burt Lancaster y Debora Kerr es el Pearl Harbour del jazz; el Pearl Harbour del verano de 2001, poco antes del ataque, del segundo Pearl Harbour, es el de un país que ha caído por completo en el infantilismo mental. ¿Cuándo empezó a hacerse visible esa regresión mental? En cualquier caso, suena el bebop, y esa es la música de 1945, el año en que, sobre los escombros de Berlín, de Tokio, Estados Unidos se dio cuenta de que se había quedado solo, y que ahora le tocaba asumir un papel imperial. La infantería había arrebatado el Pacífico a los japoneses; había desembarcado en Salerno y Normandía, había combatido en Europa hasta traspasar las fronteras de Alemaina, y ahora los GIO patrullaban las calles de Berlín. Más allá se extendía el enemigo (porque lo primero que el imperio necesitaba era demonizar a alguien, encontrar un enemigo, y, derrotado Hitler, el comunismo fue la primera presa disponible). Sobre los escombros de Berlín se avivaron los primeros rescoldos de la guerra fría, y era necesario crear instituciones para gestionar esa guerra. El  27 de febrero de 1947, Truman enviaba al Congreso la legislación en virtud de la cual se establecería una organización encargada de dirigir la Guerra Fría para los Estados Unidos: la Agencia Central de Inteligencia, la CIA. A través de uno de los personajes más singulares y misteriosos de esa organización, el periodista de The Nation David Corn ha escrito una de las historias más exhaustivas y singulares de la inteligencia norteamericana durante la guerra fría,  en un volumen que a la vez se convierte en una historia de los fundamentos del Imperio Norteamericano, y que este redactor empezó a leer a finales del verano de 2001 como un modo de encontrar respuestas a esa pregunta que, después de Durban, se hacía apremiante: ¿por qué? ¿por qué ese aislacionismo?

Un libro – Una Recapitulación

Su libro (“Blond Ghost: Ted Shackley and the CIA`s  Crusades”) aporta en cierto modo la respuesta. El personaje que estudia David Corn se llama Ted Shackley, y la carrera de Shackley nos lleva desde las primeras actividades de espionaje en Berlín hasta la Guerra del Golfo en 1991. Por el camino deja constancia, como en las novelas de Ross Thomas, del tremendo declive moral que supone toda una vida dedicada al espionaje, y en particular si éste se realiza en aras a los intereses de los Estados Unidos de Norteamérica: “los océanos se habían encogido, Europa y Asia estaban tan cerca como Canadá y Méjico, los USA debían conocer las intenciones y capacidades de otras naciones si es que querían ser alertados contra agresiones, especialmente en esta nueva era de guerras atómicas. El Congreso aprobó la Ley de Seguridad Nacional el 20 de julio de 1947, Truman ratificó así la existencia de la CIA.”  La CIA, explica Corn, creció muy pronto: su personal aumentó seis veces en los seis primeros años de existencia, espoleada por la Guerra de Corea, y los nuevos objetivos en política exterior de un gobierno comprometido a enfrentarse con el comunismo a nivel mundial.

Con su licenciatura en historia bajo el brazo por la Universidad de Maryland (una universidad de escaso prestigio, frente a la tradición de la CIA de reclutar a sus altos cargos entre alumnos de la prestigiosa Ivy League), su dominio del alemán y del polaco (herencia familiar), Ted Shackley se enroló enseguida, enseguida se convirtió en un “cold war warrior” La bomba atómica, con su enorme poder destructivo, fue, paradójicamente, el factor que hizo de la guerra fría una guerra fría: si algo positivo pudo haber en las destrucciones de Hiroshima y Nagasaki fue que, tal vez, evitaron destrucciones masivas en los años posteriores. La bomba se convirtió en objeto de un pavor casi medieval, y bajo su égida se desarrolló todo el proceso del conflicto. Para Alemania y para Europa era el año 0, para Estados Unidos era el año 1 del Imperio. En los sólos más desencadenados del bebop de ese año 46 hay algo de todo esto: Dizzie Gillespie soplando las terribles y apocalípticas notas de “Things to Come”, o articulando el caos junto a Charlie Parker en “Koko”. Sr. Parker, usted murió joven, pero dejó detrás la poesía fugaz y salvaje de su saxo; si el mundo se caía a pedazos ¿de dónde la sacó? Europa se había aniquilado a sí misma, poniendo fin a una larga narración de casi quinientos años, desde que España iniciase el sentido imperial de la historia europea. En 1946 Europa era un montón de ruinas humeantes; hoy,  una curiosidad ineficiente. Los europeos viven en pequeñas unidades territoriales, pese a sus ambiciones unitarias, porque tal vez Europa no ha sido nunca generosa con el sentido de la palabra democracia. El destino de la democracia en Europa fue Hitler en los años 30; o el Parlamento Europeo en los años 80 y 90, personajes e instituciones en la cúspide de una pirámide  donde los europeos pierden toda relación con los centros de poder. Los europeos ignoran además su propia historia colectiva: las úlceras que surgen en el interior del Continente llegan como una sorpresa ante una historia incomprensible (verano de 2001: la Otan interviene en Macedonia para retirar el armamento a los albaneses, ¿qué es Macedonia?; el asesinato de un miembro del servicio secreto sacude el Gobierno de Kostunica, ¿cómo entender a Serbia?; asesinato de Santoni, el lider nacionalista corso, ¿y a Córcega? ¿al País Vasco? ¿al Ulster?. Si la historia tal como la estamos entendiendo empezó en 1945, los 50 fueron la gran década americana. El contraste entre una América llena de glamour y riqueza y el resto del mundo nunca fue mayor. Los Chevrolet rodaban por las carreteras, y las enormes limusinas destellaban como fogonazos en, por ejemplo, las películas de Douglas Sirk.  Por esos coches pasaron todos: Paul Newman, Glen Ford, todos. El cine americano era impresionante, el jazz americano era impresionante, la literatura americana (Faulkner, John Cheever, Ross McDonald, tantos otros) era especial, era impresionante; y el mundo estaba asombrado. Europa miraba hacia Estados Unidos como los inmigrantes albaneses miraban hacia Italia en 1995, o como Africa mira hacia Gibraltar hoy en día. El estilo de vida, tan diferente: los americanos abandonaban los centros urbanos y se instalaban en el extrarradio, en casas donde los obreros poseían jardín,  lavadora, fregaplatos, y una cosa llamada televisión- todo ello incluido con la casa.) Estados Unidos no era un país, era un sueño. Y justo al final de la década, aparece la primera verruga en el rostro del Imperio: Cuba, el comunismo en las mismas narices, como una bofetada por esa otra América que también existía detrás del sueño y el glamour, la real: la del Ku Kus Klan, , la de Edgar Hoover, la del senador MacCarthy, la de la caza de brujas. Miami se convirtió en el gran centro de operaciones contra Castro, y la oficina de la CIA en esa ciudad, que ocupaba un destartalado lugar del puerto, en una de las más importantes de la organización. Ahí es donde vamos a reencontar a un Ted Shackley que había pasado su formación inicial como espía en Berlín, tratando de reclutar informadores al otro lado del telón de acero.

Shackley fue llamado desde Berlín para dirigir las operaciones contra Castro. Fueron muchos los intentos de matar a Castro, muchos de ellos peregrinos, con bebidas, con puros envenenados. Harvey era en esa época el director de la CIA y para Shacley, tal vez la primera oportunidad de ocupar un puesto relevante. Por primera vez, la CIA asumía, bajo la presión de Kennedy, que uno de sus objetivos principales era colocar un régimen más cercano a Washington. Y no había que regatear medios para ello: tácitamente se aceptó que el asesinato podía justificarse en casos especialmente comprometedores. Castro era un objetivo a “abatir”. Pero además, el contrabando de armas, la infiltración de agentes, se convirtieron en actividades preponderantes. La  acción más importante para derrocar el régimen de Castro fue el desembarco en la Bahía de Cochinos, y se saldó con una derrota total. Posteriormente los planes de asesinato de Castro se centraron en un plan concreto: La Operación Mangosta. Tantas acciones de sabotaje, tanta presión sobre Cuba, llevaron al fin a los rusos a establecer misiles balísticos nucleares en Cuba. El mundo contuvo el aliento. Cuando los incipientes satélites norteamericanos fotografiaron la presencia de silos nucleares en territorio cubano, la tercera guerra mundial parecía inminente. Para entonces, la CIA ya se  había infiltrado en importantes medios de comunicación internos, como el Miami Herald, aparte de financiar y controlar a intelectuales de todo el mundo y a las grandes empresas editoriales europeas. Kennedy y Krushev llegaron a un acuerdo para evitar lo que tal vez hubiese supuesto la destrucción total del planeta en 1962, pero “de la estación de la CIA en Miami salieron cientos de personas bien entrenadas en el arte del contrabando de armas, el sabotaje. Estos individuos disponían ahora de libertad para aplicar su talento en el campo que quisiesen. Algunos, como Félix Rodríguez, se unirían a las batallas de la CIA en otros lugares” (Rodríguez dirigió la operación de caza, captura y asesinato del Che Guevara en las montañas de Bolivia); otros optaron por trabajos más emprendedores, como los servicios mercenarios o el tráfico de drogas”. En Miami, bajo la dirección de Ted Shackley, empezó a formarse el grupo duro del espionaje norteamericano: junto a él, y a sus órdenes, estaban ya en Miami Richard Secord, Tom Clines, el propio Rodríguez, individuos que a lo largo de las décadas posteriores reaparecerían, desaparecerían, volverían a aparecer en los escenarios más diversos de la guerra fría. Eran los años 60, era la América de Bob Dylan blowing in the wind, de Simon and Garfunkel,  de Dustin Hoffman seduciendo a Mrs Robinson, de Woodstock, de los campus hippies herederos de una filosofía vital que parecía una digresión beat, de Hunter Thompson, del nuevo periodismo y la revista Rolling Stone, los signos de identificación de una América opuesta al sistema. Pero frente a las aspiraciones pacifistas que prosperaban en los campus, Washington dirigía sus ojos hacia nuevos campos de expansión, y esos ojos miraron hacia Asia. En Asia siempre ha habido un enemigo secreto, China, desde China la inmensa ola del comunismo se desparramaba por toda Indochina: primero Corea, y pronto Vietnam, pero antes de entrar en Vietnam, la CIA desarrolló una incursión de aprendizaje en Laos, donde financió una guerra secreta, y al frente de esa guerra secreta situó a Ted Shackely.  El núcleo sólido se consolidó: ahí aprendieron, entre otras tantas cosas, el abecedario del tráfico de drogas como excelente fuente de financiación. La acción de la CIA llevó a la muerte de 300.000 personas del pueblo hmong, pobremente armado, mal equipado,  mal guiado y manipulado para enfrentarse a una guerra suicida contra el gobierno socialista. A la vez, Estados Unidos se hacía heredero de los restos del imperio francés tras la derrota de Den Bieng Phu. Vietnam suministró a los americanos los materiales para una épica tan intensa y vehemente, que hasta es fácil olvidar que esa mística Apocalypse Now de helicópteros sobrevolando selvas defoliadas, Platoons, marines enfrentándose al sentido de la vida y de la muerte, reencarnaciones del Corazón de las Tinieblas, todo eso está ahí para suturar una derrota, quizá la más grave de toda la Guerra Fría para los Estados Unidos; la verdad de esos doce años de guerra cristaliza en la imagen de los helicópteros rescatando a los últimos americanos a través del tejado de la Embajada en Saigón para huir abyectamente, con la humillación que el rostro de James Woods, encarnando a Frank Snepp, expresó convincentemente en el cine. De Vietnam los americanos se trajeron las crónicas de Michael Heer, las novelas de James Crumley y de Kent Anderson, la imagen de las calles de Saigón a ritmo de rock and roll, con jóvenes prostitutas y cerveza.  Ted Shackley también estuvo en Vietnam, tal vez demasiado tarde. Llegó para dirigir las actividades de la CIA en la zona en combate en 1968, después de la ofensiva del Tet, cuando el desenlace de la guerra era más incierto que nunca para los Estados Unidos. Desembarcó en Saigón para proseguir los programas paramilitares y de inteligencia que había emprendido la agencia. La información recogida por la CIA fue escasa: apenas un agente (Hackle) captado en todo el curso de la guerra; asesinatos; miles de agentes del Vietcong torturados y extorsionados dentro del programa Phoenix. “En último término, Vietnam – desde el comienzo, fue un fracaso del espionaje norteamericano. Los oficiales norteamericanos estacionados sobre el terreno y en Washington no entendieron el país. Según un alto cargo de la CIA: “No entendíamos el nacionalismo vietnamita. No entendíamos a nuestros aliados vietnamitas.” Después de la guerra, Richard Helms, el responsable de la inteligencia americana, ofreció un juicio sorprendente: “Nos implicamos en un complejo problema étnico y cultural que nunca llegamos a entender. En otras palabras, fue nuestra ignorancia o inocencia, si se quiere, lo que nos llevó a calcular mal, malinterpretar, y cometer muchas decisiones equivocadas, que, de una manera u otra, afectaron al resultado. Según Corn: en la hipótesis ideal, la CIA de Shackley hubiese debido ser la instancia del gobierno que más hubiese debido cooperar para que quienes gestionaban la guerra desde Washington entendiesen realmente Vietnam. Ni se acercaron a ello”.  Pero antes de la derrota total en Indochina, muy lejos de los arrozales de Vietnam, a Shackley le fue asignada otra misión en 1973: una misión con un genuino sabor años 70: neutralizar a un defector, el espía Philip Agee, que arrepentido tras vivir una relación amorosa con una mujer fascinada por el Che Guevara, amenazaba con divulgar las acciones emprendidas por la CIA en Latinoamérica a través de un libro y una serie de entrevistas contratadas para la revista Playboy. Agee sabía demasiado; la operación supuso “desarmar toda la división latinoamericana” ¿Qué significa esto?

Yo recuerdo de mi infancia las series americanas en la televisión recién llegada. Flipper, Bonanza, El Virginiano, y también muchas películas, La Ruta del Tabaco, El Nadador, De Aquí a la Eternidad, Las Uvas de la Ira, los héroes del cine negro, aquellos conflictos del hombre democrático y de la sociedad democrática, tan diferente de la vida en algún lugar del norte de España. Descubrí todo eso mucho antes de saber que mi país tenía un fuerte componente islámico. Que América había sido conquistada por españoles curtidos en la guerras de Reconquista, y que llevaron a las Indias, como testimonia Bartolomé de las Casas, las brutalidades de la larga guerra contra los musulmanes (América se volvió europea como eco feroz de una lucha contra el islám). En esas condiciones, no es extraño que el primer encuentro entre Estados Unidos y España fuese un choque militar, en Cuba, en 1898. Pero esa es historia general, a no confundir con mi historia personal. Y a lo largo de esa infancia que se prolongaba durante la primera mitad de los 70 las series americanas seguían creando ese colchón mítico que proporciona la cultura popular: Kojak, la imagen de Telly Savalas reproduciendo con voz tersa y grave los cortantes y magníficos diálogos de Joe Gores y William P. MacGivern;  Starsky y Hutch, de quien uno se valió para representarse mentalmente la imagen de los dos asesinos protagonistas de “A Sangre Fría”, de Truman Capote;  las deslumbrantes e irresistibles protagonistas de Los Angeles de Charlie,  todo eso seguía alimentando la visión urbana de la America moderna. Desde la más tierna infancia uno formaba parte del subsconsciente imaginario norteamericano, esa era la patria mental, más real quizá que la propia. A no confundir la historia personal con la historia general, pero España aparece como un país muy ingenuo en esa confrontación cubano-filipino-puertoriqueña con Estados Unidos. Sin industria, caciquil, con la iniciativa privada escasa o inexistente, tenía muy poco que oponer al país que forjaba acorazados, o personalidades gigantescas como William Randolph Hearst. Estados Unidos fue el país que obligó a España, en 1898, a un encuentro violento con su propia insignificancia, con esa gran oportunidad perdida que había sido América. La mirada de los intelectuales españoles se reconcentró en un esfuerzo generacional que merece sesudas páginas en la historia de la literatura española, la generación del 98, pero que vista en esa perspectiva general, internacional, no deja de tener algo de caricaturesco: Azorín pintando en prosa gris la gris atmósfera de las grises ciudades castellanas, Antonio Machado expurgando poéticamente los chopos y los yermos Campos de Castilla. La autoconmiseración tortuosa y espiritualmente vindicativa (Unamuno) es común a toda la literatura española de la época; sin embargo apenas existe intento alguno de desentrañar y entender al enemigo, en realidad apenas aparece el nombre Estados Unidos en la literatura española de la época, ni el por qué de su superioridad aplastante. Habría que esperar a descubrir en cine-clubs universitarios el Citizen Kane de Orson Welles para entender quién había sido ese William Randolph Hearst que había movilizado a toda la opinión pública norteamericana contra España: el tipo que nos había echado a patadas de Cuba y Puerto Rico. El Xanadú mental de la democracia, la iniciativa personal y el empuje de los norteamericanos estaba a años luz del espíritu envejecido y gastado de una nación que nunca destacó por su aportación a los conceptos de libertad y derechos humanos. Y España seguía siendo un país pequeño y mezquino en esos días de 1973, cuando, en algún momento de esa infancia frente a la televisión, uno veía con la inocencia de los 10 años, y lo recuerda aún, las imágenes en blanco y negro del Palacio de la Moneda en llamas después del bombardeo, y la imagen de un hombre, Salvador Allende, que iba a ser asesinado.  Ha llegado el momento de reencontrarse de nuevo con Ted Shackley, porque detrás de esa década de horror y muerte en Latinoamérica está de nuevo la CIA, su CIA: la reestructuración de las operaciones en Lationamérica a raíz del episodio Philip Agee dejarían un rastro de tiranos leales a Washington en las cancillerías de todo el continente. Después de ese “éxito”, Shackley volvió a encargarse desde Washington de Vietnam, de un conflicto que estaba en su último estertor: en 1975, sólo pudo dejar en manos de Kissinger y Gerald Ford el cadáver de Vietnam.  Uno de los oficiales de la CIA en Vietnam, Frank Snepp, dedicaría muchos años posteriores, y una compleja literatura (que se amplió el año pasado con un nuevo libro), a analizar las causas de la ineptitud norteamericana en Indochina, los miles y miles y miles de cadáveres, cadáveres inútiles, que dejó detrás, para detenerse especialmente, con un sentimiento de vergüenza que Snepp nunca ha disimulado, en la negligencia con la que se abandonó a miles de vietnamitas del sur: empleados, secretarias, traductores, amigos, gente leal, personas que no subieron a los helicópteros cuando el Vietcong desencadenó la última ofensiva sobre Saigón y muchos de los cuales fueron posteriormente torturados y masacrados. Podría haberse evitado, según Snepp, si la CIA no hubiese mantenido hasta el fin una actitud triunfalista (para halagar y conformar a Kissinger), y hubiese preparado la evacuación ordenada de un territorio donde, desde hacía meses, la guerra podía darse por perdida.

Shakley sobrevivió a Snepp. Sobrevivió a los diversos Comités del Congreso que terminada la guerra de Vietnam comenzaron a someter a escrutinio los asesinatos, extorsiones, sobornos cometidos por la CIA a lo largo y a lo ancho de Asia y de Latinoamérica.  Pero en 1976 entró en contacto demasiado directo con viejos colaboradores de la época de Miami, y en especial con Ed Wilson: es decir, entró en contacto con el comercio internacional de armamento, el gran narcotráfico internacional (Noriega era por entonces uno de los agentes más valiosos de la CIA en Latinoamérica). Estas personas dominaban el léxico del espía: sabían, por ejemplo, a quién vender, o quién compraría, por cantidades inimaginables, material bélico abandonado por los Estados Unidos en Vietnam; sabían cómo obtener un misil ruso; desde la empresa que había creado, “Maritime Consultants”, vinculada al servicio de espionaje de la marina americana, Ed Wilson obtenía información sobre la trayectoria de los barcos rusos y las armas rusas, y el petróleo ilegal, a través de una red que incluía a estibadores, sindicalistas de los muelles, prostitutas en los puertos del mundo. Ed Wilson, o Tom Clines, o Richard Secord, o Erich von Marbod, o Félix Rodríguez eran espías que habían descubierto los grandes flujos internacionales de dinero, tras décadas de contacto con fabricantes de armamentos y narcotraficantes y que seguían manteniendo ambiguas y complejas relaciones con la CIA. Muchos habían trabajado bajo las órdenes de Shackley en Miami y su comunidad de intereses se había consolidado en Laos, en un proceso que arrancaba de comienzos de los años 50 y proseguiría hasta bien iniciados los 90: pero sólo eran la punta de lanza de intereses que vinculaban a miles de personas y miles de actividades,  y que representaban a fin de cuentas los intereses de los Estados Unidos. En alianza con sus ex agentes, Shackley se embarcó a finales de los años 70 en complejas actividades en Irán, un país clave para los intereses de los Estados Unidos por el petróleo, por la vasta frontera con Rusia, y donde la CIA manejaba a su antojo tanto al régimen marioneta del Sha como a su siniestra policía secreta, la SAVAK. Pero en 1979, de un modo que pilló totalmente por sorpresa a la CIA, el régimen del Sha se hundió ante la revolución islámica de Jomeiny – empezaba a incubarse el maremoto del fundamentalismo radical islámico. Por otro lado, empezó a aflorar la verdad sobre los asesinatos de Allende en Santiago y de Orlando Letelier en Washington (este último perpetrado por agentes cubanos de extrema derecha contratados por la DINA, la policía secreta de Pinochet – la CIA lo supo, siguió el trayecto de los asesinos a través de Paraguay… y no movió un solo dedo para impedirlo). De haber sido elegido Gerald Ford para un nuevo mandato, Shackley hubiese sobrevivido a todo esto, hubiese continuado su progresión hasta convertirse muy probablemente en director de la CIA, pero el vencedor de las elecciones norteamericanas en 1976 fue Jimmy Carter, y ahí se terminó la carrera de Ted Shacley dentro de la organización. Stanley Turner, el director nombrado por Carter, reestructuró la CIA a base de despidos masivos; a Shackley nunca le perdonó los vínculos con Ed Wilson o Clines, que habían llegado al gran público a través de la prensa. Lo relegó a un puesto menor, a un pudridero en un rincón apartado de Langley. Frank Snepp publicó al fin su libro Decent Interval , los americanos conocieron los desafueros de la CIA de Shackley en Vietnam. En 1979 Shackley abandonaba la CIA, pero ya Tom Clines le estaba preparando el terreno para un lucrativo futuro en el sector privado (Clines flirteaba con Anastasio Somoza, estaba relacionado con los magnates del petróleo mejicano, ganaba millones de dólares suministrando armas a la Contra nicaraguense de Eden Pastora, a las fuerzas contrarevolucionarias de El Salvador, a los muyaidines que en las montañas de Afganistán libraban contra los rusos – pero eso se sabría después – la última y decisiva batalla de la Guerra Fría). Shackley también aprendió a ganar millones de dolares. ¿Quién no iba a disputarse a alguien que conocía de manera tan directa y por dentro los entresijos de la administración norteamerican?. Se lo disputó el espionaje italiano, se lo disputaron múltiples empresas. Shackley recaló al fin en el más lucrativo de los negocios: el petróleo. Amasó una fortuna redactando informes de inteligencia para el multibillonario Cornelius ligado a la Shell y, por supuesto, a todos los chanchullos orquestados por la inteligencia norteamerican para controlar el mercado del crudo, el corazón mismo de la economía. Desde mediados de los 80, Estados Unidos disponía de un estado peón para hacer y deshacer los precios a su antojo: Kuwait. Desde Kuwait, por ejemplo, se organizaban masivas exportaciones ilegales de crudo a Sudáfrica que venían a engordar, a través de una tupida red de intereses bancarios, los bolsillos de los “American Boys”. Shackley, como Clines o Wilson,  era más eficaz para la CIA desde fuera que desde dentro, y sus lazos con la organización no se borraron. Además estaba Reagan, y después llegó George Bush, su jefe directo durante sus últimos años en la CIA, y ahora un amigo que agradecía bien todos los favores. Bajo la administración de Ronald Reagan los viejos vaqueros de Miami cabalgaron de nuevo a su antojo, protagonizando sonoros golpes de mano: el bombardeo de Trípoli, la invasión de Granada y Panamá. La cruzada contra el comunismo alcanzaba el punto de ebullición: Rusia era “el imperio del mal”, se hablaba de “la guerra de las estrellas”. A principios de la década (1983) Shackley había encontrado tiempo para escribir un libro de estrategia geo-política (“The Third Option”), que se convertiría en el catecismo del programa que desarrollaría Ronald Reagan durante su mandato. Esto está escrito a comienzos de los 80; a finales de esa década las ideas de Shackley resultan singularmente desfasadas porque, coincidiendo con la cronología exacta que había establecido Winston Chuchill cuarenta años antes,  los “cold war warrios”, los “American Boys” habían alcanzado por fin la victoria: había caído el muro de Berlin, el comunismo se había desmoronado de la noche a la mañana. Faltaba Irak. A comienzos de los 90, Saddam Hussein decidió solucionar por vía expeditiva la sangría que representaba Kuwait para la economía de los demás países petrolíferos de la zona. El ejercito impecable con que habían estado armándole los países occidentales desde los tiempos de la guerra con el Irán fundamentalista de Khomeiny invadió Kuwait en el verano de 1990. Se puso en marcha una gigantesca campaña de manipulación global para satanizar a Saddam. Se prepararon ejércitos, coaliciones. Se libró una guerra, la que en principio habría de ser, según Saddam, “la madre de todas las batallas”. Esa guerra demostró que ya nunca volvería a repetirse Vietnam. La guerra no duró en realidad más de veinte minutos: el tiempo que necesitó la electrónica y la tecnología norteamericana para poner en jaque todos los sistemas de detección y alerta de los irakíes. Después, sus bombarderos peinaron a su antojo el país. La guerra era, según un piloto americano, “un juego de fuegos artificiales”. Como tributo a su inmensa ventaja tecnológica, sobre la que convergían los enormes excedentes de la sociedad neoliberal y tecnificada  que los americanos habían ensayado en el conejillo de indios chileno antes de aplicarla con éxito a sí mismos, ahora podían ganar la guerra sin una sola baja. El triunfo de Shackley y sus muchachos era completo: habían logrado imponer el nuevo orden mundial, el Imperio Global Americano.

El libro de David Corn sobre Ted Shackley encontraría pocos meses después un complemento perfecto en el de Frances Stonors Saunders “The CIA and the Cultural Cold War”, traducido al español como “La CIA y la Guerra Fría cultural” (Debate). Stonors demuestra con brillantez que la beligerancia de la CIA no se limitó a los campos de batalla. Una camarilla semejante a la de Shackley, pero constituida por otros nombres, Josselson, Lasky, Nabokov, libró batallas no menos encarnizadas pero sí más laberínticas en el terreno cultural, subvencionando revistas, sobornando a intelectuales, manipulando medios de comunicación, para que Occidente ganase la batalla la cultura contra el comunismo, para que Nueva York se convirtiese en la referencia cultural de Occidente. Las conclusiones a las que llegan ambas libros son sorprendentemente similares: estos individuos, alumnos del más exquisito sistema educativo sobre la tierra, “reclutaron nazis, manipularon los resultados de elecciones democráticas, derrocaron gobiernos, apoyaron dictaduras, planearon asesinatos´”…ganaron la guerra fría.

Si uno concluía la lectura de “Blonde Ghost” el 9 de septiembre de 2001, en la ciudad de Madrid, podía entender un poco mejor las razones del resentimiento al que se refería el editorialista de la New Republic. Pero aún era verano: la gente seguía tomando el sol en las piscinas, tomando copas en las terrazas. ¿A quién podían interesarle esas viejas batallas de la Guerra Fría, sus restos ideológicos? Uno contemplaba a la gente despreocupada de las piscinas y las terrazas y pensaba que, en principio, a nadie. Sin embargo, dos meses antes, un individuo egipcio había enviado un misterioso correo electrónico desde un ordenador cercano al aeropuerto de Barajas, a menos de cinco minutos del lugar donde yo leía “Blonde Ghost” . Y dos días antes, el 7, había llegado a Madrid un individuo llamado Ramzi Bin Al Shib, compañero de habitación en Hamburgo de la persona que había enviado ese correo desde Barajas: Mohamed Atta. Al Shib pudo deambular también entre los madrileños que disfrutaban lánguidamente los últimos extertores del verano. Era el cerebro detrás de un acontecimiento que iba a enviar ondas de asombro y escalofrío por todo el mundo, y que iba a dar la medida de hasta dónde llegaba ese resentimiento contra Estados Unidos al que se refería el editorialista de la New Republic. Exactamente, hasta los últimos pisos de las Torres Gemelas de Nueva York. Faltaban sólo dos días.

b) El Ataque

El ataque fue humillantemente ingenioso (para un país que preparaba un “escudo antimisiles”), breve, brutal, pero pudo ser demoledor: si los cuatro aviones secuestrados simultáneamente en el espacio aéreo norteamericano a primeras horas del 11 de septiembre se hubieran lanzado sobre sus objetivos provistos de bombas atómicas – y es una hipótesis que ningún experto ha descartado – Nueva York y Washington habrían desaparecido del mapa. A Madrid, la ciudad donde se había fraguado buena parte de la logística del ataque, las imágenes llegaron cuando mucha gente se daba cita para comer. Era el caso de este redactor. Pero al otro lado de la línea, la persona de contacto murmuraba: “está ocurriendo algo en Nueva York…fuego….en una de las Torres”. En el restaurante la gente se apelotonaba ante la televisión: ¿una avioneta? ¿Una avioneta que se había estrellado contra una de las Torres? Las primeras informaciones eran fragmentarias, inconexas, incoherentes. Y entonces lo vimos llegar: el otro avión, accediendo de pronto al campo visual, trazando el giro en el aire, el desvío de una trayectoria que conducía hacia el impacto contra la otra Torre, y las lenguas de fuego azules, rojas, amarillas, negras que se alimentaban de explosiones continuas y continuamente eran vomitadas al exterior desde los rascacielos atacados, y la ominosa nube de humo que prosperaba sobre Manhattan y envolvía toda la ciudad y la bahía, evocando vagamente el fantasma de Hiroshima, denotando que sobre Nueva York se había desatado el infierno. Después llegaron imágenes de Washington y del Pentágono, atacados. Y aún había más aviones en el aire. Ese día, un día que podía haber llegado en cualquier momento, había llegado al fin, y fue el 11 de septiembre de 2001: un día que, a través de las imágenes de la televisión, se adivinaba como uno de esos maravillosos días entre verano y otoño de Nueva Inglaterra, cuando los bosques de Massachussets y los árboles de Central Park entran en una maravillosa sinfonía de colores, y hay una especie de extraña pureza en el aire. El historiador  Studs Turkel ha narrado muy bien el terror que se apoderó de los habitantes de San Francisco después de Pearl Harbour, cuando todos temían inminentes bombardeos japoneses. Philip K. Dick fabuló el horror de un Estados Unidos dominado por japoneses y alemanes. Pero esto no era una fábula, ni un miedo abstracto: era el horror de un ataque real, el primero que sufría Estados Unidos desde el exterior (¿desde dónde?), prolongado interminablemente a través de las imágenes de personas que se dejaban caer desde las Torres (“sin honor, humillados, como corderos en un matadero” calificaría el New Yorker en su edición especial), de las Torres que se desplomaban a su vez, en un vértigo de humo, cascotes, acero. Al caer la noche de ese 11 de septiembre, en las calles de todas las ciudades del mundo había una tensión casi espectral. Y cuando el presidente George Bush salió de su escondrijo y habló ante las cámaras, sus primeras palabras fueron “make no mistake…” Ahí estaba Shackley otra vez; el “make no mistake” de Ted Shackley y de sus “cold war warriors”: para una situación de absoluta emergencia, estaba claro que Bush recurría a la prosa del viejo amigo de su padre. Los viejos vaqueros cabalgaban de nuevo.

c) El Mundo de Después

A lo largo de los días siguientes, el mundo se convirtió en un gigantesco foro de opinión. Tal vez los lectores se arrepientan de haber tirado a la basura los periódicos donde se publicaron tantas y tan interesantes ideas y reacciones. Considerando que no podía quedar al margen de un acontecimiento de tal envergadura, y del que pronto va a cumplirse un año, “Terra Incógnita” ha tenido la idea de sintetizar para sus lectores algunas de las ideas más significativas que se vertieron entonces y que se escaparon como se escapan los periódicos, por el filo breve del tiempo y de los días. Ha elegido para ello un medio neutral y que destacó entre todos por la apertura y la diversidad de planteamientos y voces a los que dio cabida: la sección de debate del diario Le Monde, Horizons.

     Durante los días siguientes al ataque hubo un juicio generalizado contra la política de los Estados Unidos y numerosos intelectuales actuaron como fiscales en ese juicio. La idea general parecía ser: los Estados Unidos han sido atacados por sí mismos, por la política exterior que han venido desarrollando desde el momento en que se convirtieron en imperio. El historiador Tony Judt escribía: los americanos se han pasado meses denunciando los tratados internacionales, prometiendo la retirada americana de todas las zonas de crisis y explicando que la prioridad se encuentra en los intereses nacionales americanos. Los intereses americanos no pueden concebirse en el aislamiento. Alianzas, tratados, legislaciones, agencias y tribunales internacionales no son una alternativa a la seguridad nacional: son la única esperanza. La idea de un ataque de Estados Unidos sobre sí mismo se fortaleció incluso aún más cuando las pistas llevaron hacia Bin Laden y su intrincada red terrorista, Al Quaeda. Ossama Bin Laden, millonario saudí, ex agente de la CIA, captado en 1970, en Turquía, para colaborar en la lucha contra los rusos de los muyahidín afganos; convertido luego al islamismo más fundamentalista de inspiración wahabita y al odio más feroz contra Estados Unidos, al que ha declarado una guerra cuyas acciones se traducen ya en los atentados contra las embajadas USA en Kenia y Somalia, así como contra el destructor USS Cole; ahora, el hombre más buscado del planeta y refugiado entre los talibanes de Afganistán (que, como los hmong de Laos en los años 50, son una creación de los servicios secretos de Estados Unidos). El 20 de septiembre, Gilles Kepel, autor del best-seller Yihad , amplía ese escenario: Desde hace más de dos décadas, el poder americana ha tejido relaciones con los militantes más radicales de la djihad en Afganistán. En los años 80 los formó para la guerrra moderna contra la URSS, los armó y los financió, en colaboración con las petromonarquías del Golfo, creyendo que haría de ellos un instrumento dócil. Después dejó que el aliado pakistaní favoreciese la llegada al poder de los talibanes a partir de 1994. Los adversarios se conocen bien, por haber sido socios. El 15 de febrero de 1989 el ejército rojo abandona Afganistán, vencido por una djihad apoyada y financiada por Estados Unidos; en Rusia caerá el comunismo ese mismo año, mientras que Moscú se convierte en objeto del odio que la revolución islámica de Khomeiny había concentrado en Estados Unidos, todo ello a un precio (600 millones de dólares) relativamente barato: pero en los violentos campos de Peshawar donde se combate a los rusos se produce otra revolución, la del salafismo-djihadismo, con su interpretación extrema de los textos sagrados, y así como se imputan la victoria contra los rusos, se imputan la capacidad para vencer a cualquier régimen impío de este mundo. George Bush anuncia mientras tanto, entre los bomberos de Nueva York, una guerra larga y sucia contra el terrorismo, y el texto de Kepel enmarca perfectamente el sentido para ese adjetivo: sucia. ¿Es el encuentro en Estambul con esos americanos, Tom Clines y compañía, lo que ha desatado ese odio de Bin Laden contra Estados Unidos? ¿Cómo preverlo en esa foto de adolescencia que da la vuelta al planeta, y en la que se le ve junto a sus múltiples hermanos y hermanas alrededor de un Cadillac años 70, como un clon juvenil de Michael Jackson? Y el extraño huésped en toda esta historia, Pakistán; el escritor  y cineasta pakistaní Tarik Alí explica: “Pakistán era el preservativo que necesitaba EEUU para penetrar en Afganistán; nosotros jugamos nuestro papel, y ellos creyeron que podían librarse de nosotros enviándonos al water. ¿Volverá a servir el preservativo? Bajo el régimen de Zia Ul-Haq, dictador apoyado por Londres y EEUU, prosperaron las madrasas (o escuelas coránicas) de origen saudí. De ahí salieron muchos muhjaidienes para Afganistán. Fabricaron fanáticos desarraigados, en nombre de un siniestro cosmopolitismo islámico. Según el anterior Secretario de Estado americano, Zbigniew Brezinski: ¿qué era más importante desde el punto de vista de la historia? ¿los talibanes o la caída del imperio soviético? Jean Bricmont predice: Se construirán más redes de espionaje, se controlorá mejor a los ciudadanos, se contarán historias edificantes sobre el Bien y el Mal, y sobre los malos que nos atacan porque no aman la democracia, la libertad de las mujeres ni el multiculturalismo. Se explicará que esta barbarie nos resulta extranjera: en efecto, preferimos bombardear desde arriba o matar a fuego lento a base de embargos. Pero todo esto no resolverá el problema de fondo. El terrorismo se genera sobre un territorio de revuelta que es, en sí misma, el fruto de la injusticia de este mundo. Los americanos, que en su mayoría son de un nacionalismo inquietante, apoyarán la política de su gobierno, por bárbara que sea. Querrán, más que nunca, proteger su modo de vida, sin interrogarse sobre lo que esto cuesta al resto del mundo. Los tímidos movimientos de disidencia que han salido a la luz desde Seattle serán marginalizados, si no criminalizados.Por otro lado, los millones de personas vencidas, humilladas y aplastadas por los Estados Unidos tendrán la tentación de ver en el terrorismo la única arma que puede realmente golpear en el imperio. Por eso una lucha política – no terrorista – contra la dominación política, cultural y sobre todo militar de una pequeña minoría del género humano sobre la inmensa mayoría es más necesaria que nunca. Y Edward W. Saïd era el primero en señalar las implicaciones geopolíticas de una guerra inevitable: el consumo de petróleo en China igualará pronto al de Estados Unidos. Por eso es cada vez más urgente para los Estados Unidos controlar firmemente los recursos situados en el Golfo Pérsico y el mar Caspio. Atacar Afganistán, utilizando ciertas exrepúblicas soviéticas de Asia Central como bases de retaguardia permitiría consolidar un eje estratégico americano que iría del Golfo a los campos de petróleo nórdicos. Pero, ¿cómo sería esa guerra contra un enemigo fantasmal, contra el ejército de terroristas financiado como una empresa privada por un solo individuo? Shimon Peres formulaba inquietantes reflexiones: Cuando la economía se desplazó de la tierra hacia la ciencia, la tecnología y las telecomunicaciones, los territorios, las fronteras, el mar y la tierra perdieron su importancia y la economía se mundializó. Aún cuando los países continúan siendo Estados Nación, han transferido sectores de su economía hacia el sector privado, puesto que la privatización no es tampoco un simple concepto, sino el resultado de la mundialización. El cambio substancial en el carácter de la economía mundial ha disminuido la importancia de los ejércitos, creados originalmente para proteger la tierra. Ningún ejército puede conquistar la ciencia o un ciberespacio. La función de las guerras tradicionales en tanto que medios defensivos está debilitándose progresivamente. Pese a esto, las guerras no han cesado. El conflicto se ha convertido en el conflicto entre un mundo conectado (que prospera tecnológicamente) y un mundo desconectado, atrincherado en la agricultura, la pobreza y el nacionalismo. El terror parecía hasta ahora el arma del pobre, el frustrado, el fanático, el que vive aún en el mundo de ayer. Se ha convertido en un instrumento muy peligroso. Las armas modernas, como los aviones civiles, han caído en manos de los anarquistas y, en el nombre de un Dios que perdonaría todos los asesinatos, estos se han convertido en asesinos de masas que explotan todos los medios de comunicación para atravesar las fronteras. Consecuentemente, el mundo se desplaza de una posición de estrategia nacional hacia una estrategia mundial. Pasamos de las batallas contra ejércitos a una lucha contra peligros. De un mundo de enemigos (nacionalistas) hacia un mundo de peligros (mundiales). El peligro mundial no tiene fronteras. Puede golpear en cualquier lugar, y en cualquier momento. Pero, ¿no coopera el mundo que prospera tecnológicamente a que surja el peligro en ese otro mundo atrincherado en la agricultura, la pobreza, el nacionalismo? ¿No son estas palabras, en el fondo, una invitación solapada para “suprimir” a los pobres? La socióloga del mundo árabe Malika Zeghal explicaba con rápida eficacia el origen de los movimientos fundamentalistas en ese universo desconocido para Occidente, Islam: Estos movimientos (que empiezan a prosperar entre finales de los 60 y comienzos de los 70) se caracterizan por su distanciamiento respecto a la institución religiosa establecida: los ulemas, los doctores de la ley islámica, teólogos y especialistas en la fiqh, jurisprudencia islámica, cuya raíz está en los textos del Corán y de la Sunna. Estas instituciones, que parten de la esfera tradicional del saber, están, en la mayor parte de los casos, en manos de estados dirigidos por élites nacionalistas que los han utilizado como han querido después de la independencia. Sean repúblicas o monarquías, sistemas liberales o socialistas, las instituciones religiosas y los ulemas están instrumentalizados por los regímenes en vigor y responden a las demandas de las élites políticas; en unos países deben justificar el socialismo, en otros, la genealogía religiosa de los monarcas. A partir de los años 70 los ulemas viajan,…tejen redes en las que Arabia Saudí jugó un papel muy importante: misiones, enseñanzas, conferencias, facilitaron que los ulemas se concentrasen en torno a las grandes universidades saudíes y la interpretación wahhabita del islám. Oriana Fallaci abandonaba por esos días un largo silencio periodístico para arremeter contra el Islam; los intelectuales recurrían a Huntington y a su choque de civilizaciones, glosado así por Fukuyama: Para Hungtinton, el mundo no progresa hacia un solo sistema sino hacia el encenagamiento en un choque de civilizaciones, con seis-siete grandes comunidades culturales que coexisten sin converger y crean las líneas de fractura de un conflicto mundial. “Esta aversión y este odio ampliamente extendido nace, no de una simple oposición a la política americana de apoyo a Israel, sino del resentimiento ante el fracaso de su mundo y el triunfo del mundo occidental… Este choque consiste en una sucesión de acciones de retaguardia emprendidas por sociedades cuyo funcionamiento tradicional se ve en realidad amenazado por la modernización. La violencia de la reacción está en función de la gravedad de la amenaza. Pero el tiempo y los medios están del lado de la modernidad.”  Pero, ¿acaso no son los grandes fabricantes de armas del mundo occidental los beneficiarios del conflicto? ¿En qué les aprovecha a los otros, a los parias, a los excluidos de la globalización? Huntington, Fukuyama, signatarios entre otros muchos intelectuales estadounidenses de la Carta de América que llegaría a Europa a finales de febrero de 2002, como prueba de que los think-tanks de las grandes fundaciones conservadoras americanas, la Ford, la Rockefeller, la Cato siguen embarcadas en una guerra fría cultural pese a la desaparición del enemigo de ayer. Bin Laden aparecía en un video como un Zaratustra armado en lo que se suponía era la reivindicación del atentado, y John Le Carré reaccionaba con admirable y sabio cinismo, y un desesperanzado deje de cansancio: ¿cómo acabará todo esto? Con Bin Laden entre rejas, más crístico y sereno que nunca, ante un tribunal de vencedores y defendido por John Cochrane (abogado de O.J. Simpson, pues puede permitirse abogados) O muerto. Lo que Estados Unidos se prepara son más enemigos, pues es imposible impedir que nazca un terrorista kamikaze cada vez que un misil mal guiado arrasa un pueblo inocenteLos clichés y las imágenes estilizadas de Bin Laden revelan un hombre de narcisismo exacerbado. Ya pose con su kalachnikov, asista a una boda o lea un texto sagrado, el menor de sus gestos complacientes traiciona un conciencia aguda de la cámara propia de un actor. Su estatura, su belleza, su gracia, su inteligencia y su magnetismo son calidades formidables, pero para mis ojos cansados, lo que le domina es su vanidad masculina casi irreprimible, su gusto de la representación, su pasión no asumida por los fuegos de artificio. Quizá sea su pérdida, atrayéndolo hacia un último acto teatral de autodestrucción, producido, escrito e interpretado  hasta en la muerte por el propio Bin Laden. Esta guerra está perdida, y debe frotarse las manos viendo como reforzamos los efectivos de policía y espionaje y les damos más poder, ponemos entre paréntesis los derechos civicos elementales y restringimos la libertad de prensa, imponemos nuevos tabús periodísticos y una censura oculta, nos espiamos, y en los peores extremos profanamos las mezquitas y molestamos a pobres ciudadanos por su color de piel.  Se incurre en hipocresía de buscar y santificar a Putín pese a su carnicería chechena. Desviada la atención, ¿quién se acuerda del colonialismo del G8? La explotación del tercer mundo por multinacionales incontroladas, el debate abierto en Seattle, ahora ahogado en una ola de patriotismo habilmente recuperado por la América de las grandes empresas.  Sugerir que las recientes atrocidades se inscriben en un contexto histórico supone implícitamente excusarlas. Si se está de nuestro lado, no se hace eso. Si se hace, es que se está en el otro campo. Hace diez años cansaba a todo el mundo con mi idealismo de que estábamos a punto de perder una ocasión única para cambiar el mundo, una vez terminada la guerra fría: ¿dónde estaba el nuevo Plan Marshall para Rusia? ¿Y el hombre visionario y providencial que designase a los auténticos enémigos de la humanidad? Pobreza, hambre, esclavitud, tiranía, droga, conflictos étnicos, racismo, intolerancia religiosa

A comienzos de noviembre el panorama era desolador: quebraba Swissair, quebraba Sabena, se perdían miles de empleos por todo el mundo. Baudrillard articulaba sutilmente otras contradicciones que el ataque había puesto de relieve: . “Se esperaba y se deseaba subconscientemente el atentado-los terroristas estaban en contacto con el mundo civilizado (lo que vendría a demostrar que existen latentes fuerzas regresivas operando en el seno de esta sociedad que se quiere globalizada” Y una voz interior respondía a la retórica de la Cruzada que estaba en boca de Bush continuamente, como un eco de esas Cruzadas de la CIA que menciona Corn en su libro. Nietzsche mató a Diós  para Occidente. Después de Nietzsche, ya no puede haber Cruzadas. Pero Bin Laden aparecía en su vídeo como una caricatura de Zaratustra. ¿Ha tenido el mundo islámico su Nietzsche? El 12 de noviembre otro avión se precipitaba sobre Queens, el barrio donde Lawrence Block sitúa algunas de sus mejores historias; casi doscientos pasajeros dominicanos muertos. ¿Otro atentado? ¿Quién se hubiera atrevido a reconocerlo públicamente? Pero meses más tarde se filtraría a la prensa que en esas fechas el FBI desactivó a un comando de Al Quaeda que había logrado infiltrar un maletín atómico del arsenal ruso en Nueva York. ¿Alguien ha ganado realmente la guerra fría? Ulrich Beck reflexionaba: ¿El breve reinado de la economía se ha acabado? ¿La marcha triunfal del neoliberalismo, que parecía irresisitible, se ha roto?…la vulnerabilidad de Estados Unidos parece muy ligada a su filosofía política. América es una nación profundamente neoliberal, profundamente dispuesta a pagar el precio de la seguridad pública. Se sabía que Europa era un objetivo posible de ataques terroristas. Pero, a diferencia de Europa, ha privatizado la seguridad aérea, relegándola al milagro del empleo que constituyen los trabajadores a tiempo parcial muy flexible, cuyo salario, inferior al de los trabajadores de un fast food, equivale a unos 6 dólares la hora. Estas funciones de seguridad, centrales en el sistema de seguridad civil interior, fueron asegurados por personas “formadas” en unas pocas horas y que no conservan más de unos seis meses de promedio sus empleo en la seguridad fast-food. Las imágenes del horror de Nueva York portan un mensaje todavía no elucidado: un Estado, un país, pueden neoliberalizarse hasta morir….En tiempos de crisis, el neoliberalismo se encuentra desprotegido de toda respuesta política…El 11 de septiembre, la distancia entre el mundo que se beneficia de la mundialización y el mundo que se ve amenazado en su dignidad quedó abolida.. Sin embargo, la reunión de la OMC en Doha no tuvo grandes problemas con los antimundialistas ese año.

El 7 de octubre de 2001, como se esperaba, empezaron a caer las primeras bombas de una guerra que será muy larga.

SOMBRAS DE CELESTINA

En la Edad Media, no hubo territorio fronterizo que no se lograse después de un largo asedio. La Celestina no fue una excepción. Fue tal vez el más duro, el más sangriento, y se llevó consigo los restos y despojos de lo que había sido la Edad Media en España. El hombre que orquestó esa contienda, Fernando de Rojas, fue consciente de lo que hacía, pero ni siquiera él logró sobrevivir a una batalla que terminó por cobrarse un elevado número de víctimas: Calixto, muerto; Melibea, muerta; Sempronio, muerto; Pármeno, muerto; Celestina, muerta; Fernando de Rojas, (literariamente) muerto. Pero, ¿por qué murió toda esta gente?: ¿Por amor?, ¿codicia?, ¿ambición? ¿ira? ¿venganza? Murieron diversas muertes: algunos ajusticiados, otros accidentados (u olvidados), una suicidada, y la otra asesinada. Así murieron.

Cinco siglos después sus sombras siguen errantes. Siguen sin saber dónde encajar. Donde morir. Porque el espacio que  les condenó a la destrucción era monstruoso y el tiempo no acaba de recomponerlo. Murieron dentro de una ficción que no se sabe si es teatro, porque no es representable; que no se sabe si es novela, porque no es novelable. Sólo se sabe que es un pacto despiadado, sin fingimientos ni mentiras, con cada uno de los lectores individuales que se atreve a recorrer sus páginas. Y todas las manipulaciones textuales encaminadas a encerrar esta historia entre las tablas de un teatro han estado y estarán condenadas siempre al fracaso. También el empeño de Nati Mistral y de Luis García Montero, en el quinientos aniversario de la obra, fracasó. ¿Por qué el empeño en llevar La Celestina a donde no pertenece, dónde no le corresponde?

Porque, obviamente, La Celestina no es una obra de teatro. Comparte ambiguedad con otro magnífico monstruo inclasificable: el Libro de Buen Amor concebido por un beatnik del siglo XIV que un día se echó a los caminos disfrazado de arcipreste. Un tal Juan Ruiz, borrachín y mujeriego, el primero en descubrir algo mucho más interesante que la hagiografía de cualquier santo: su propia vida. No por otra razón sino por la muy simple de que era auténtica vida: existencia grávida de deseo, de iluminaciones, de oscuridades. Irrisoria y patética en ocasiones; magnífica y grandiosa a sus horas. Y ambos contrarios al mismo tiempo, casi siempre. Cuando suenan las Campanadas a Medianoche, aún se oye la risilla de Juan Ruiz por todos los fogones y los campos del invierno, desplumando los capones de un Carnaval tronchante y surrealista. Al intrincado tapiz florentino que había tejido Dante le salía ahora el sarpullido de este vecino de Guadalajara capaz de hacerse carne en su literatura. Porque uno sabe que los tigres de Dante no muerden; pero cuando al Arcipreste le muerde el tigre de la concupiscencia, sentimos que los dientes desgarran hasta la médula. Se les oye crujir. Y en literatura, donde todo tiende a idealizarse, atreverse a decir que el arroyo no es un flujo de prístinas aguas sino un hilo de aguas fecales ya es de por sí todo un todo triunfo. Aunque nada rentable en su momento. Tal vez en ningún momento. Pero menos aún entonces, cuando la escritura era un adorno útil para la conquista de poder, un mérito en el currículum del buen cortesano, un avatar en la formación de una burocracia de élite para el aparato estatal. Así el Canciller Ayala, así el Infante Don Juan Manuel, así el Marqués de Santillana: fieles funcionarios, humanistas oficiales. Y contra ellos se rebela el humanismo de Juan Ruiz, proscrito al anonimato, por supuesto: esa variante medieval del exilio interior, una campanada a medianoche. Una campanada que resuena más tarde en Fernando de Rojas, otro rebelde, otra identidad embozada en anagramas y acrósticos. Como Ruiz, Rojas huyó a un mundo ajeno al de los valores establecidos. Como Ruiz, acuñó la huída en formas laberínticas. Cabe la sospecha de que no hubiera visto una sola obra de teatro en toda su vida. Y si la vio, puede que no le gustase nada. Probablemente, la literatura no le convenía, no le gustaba demasiado, o no le satisfacía en absoluto cuanto veía a su alrededor. Escribió lo que tal vez le hubiera gustado leer y no encontraba en ninguna parte, sin preocuparse en absoluto de que fuese lo que fuese, ajeno por completo a los críticos que durante siglos posteriores se devanarían los sesos tratando de interpretar qué demonios es eso que se parece al teatro, pero que no es teatro. Más relevante es el hecho de que indudablemente se conocía muy bien a sí mismo: sabía que era un tipo ácido, sarcástico y con mal pero que con muy mal vino. Un hombre de leyes, un hombre que sabía escuchar, que tenía un oído infalible para el diálogo. El tiempo, el devenir de los siglos y la técnica, acercaría una respuesta posible al enigma de ese manuscrito que legó Fernando de Rojas. Porque fueron necesarios cinco siglos más para que se inventase el cine. Pero Fernando de Rojas ya lo había inventado en su cabeza. Burla burlando y a la chita callando se sacó de la manga el primer guión cinematográfico de la historia. Y puede que ningún otro lo haya superado hasta la fecha: visualiza magistralmente las entradas y salidas, realiza verdaderos movimientos de cámara con los ojos de sus personajes, instala con firmeza a todos ellos en el espacio, sutiliza la puesta en escena, domina los resortes del movimiento psíquico tanto como los del movimiento físico, consigue que la acción progrese a través de los diálogos y que los personajes evolucionen, moldea ese iceberg sumergido que, en el sueño de todos los guionistas, debe subyacer al primer plano de la trama. Envueltos en los fuertes contrastes de blanco y negro para una película expresionista, las sombras que pululan por La Celestina podrían tal vez encontrar un acomodo que la inmediatez carnal del teatro parece negarles inapelablemente, siglo tras siglo. Claqueta preparada: cámaras, acción. ¿Ayudaría eso a entender porqué, por qué mueren estos personajes?

En el primer plano general, la cámara se pasearía por una ciudad al final de la Edad Media castellana: una ciudad difícil de reconocer, sería necesario pensar en términos góticos, en El Golem, o en el barrio judío de Praga, para poder evocar la fisionomía de esa ciudad española, sería necesario rescatar lo que las ciudades españoles perderían para siempre: la vecindad con el misterio del otro, el ladino y el árabe codeándose en las calles con el romance castellano. Es una ciudad gótica, oscura, tenebrosa, la que sirve como telón de fondo a la Celestina. Nunca la vemos, pero siempre la intuímos. Y de pronto la cámara desciende hacia un lugar concreto de esa ciudad: un patio con huerto donde un joven mancebo acaba de sufrir un flechazo al encontrarse con una muchacha asomada a una ventana. Un flechazo, aparentemente, pero un flechazo calculado: porque ese joven mancebo enamorado no tardará en quedar neutralizado. Es un breve diálogo el que mantienen Calixto y Melibea porque a Fernando de Rojas no le interesa lo más mínimo el amor de Calixto por Melibea. ¿A quién puede interesarle? ¿A quién puede interesarle un amor para languidecer con un laúd en las manos? Aparte de que Calixto toca muy mal el laúd. Y canta peor. Las circunstancias que concurren en ese primer encuentro pertenecen al lado paródico, a la ironía, a la burla de los tropos habituales en el amor cortés. Hay un huerto, un locus amenus, pero ese huerto no da frutos. ¿Qué queda aquí de esa pureza neoplatónica de los amores trovadorescos? Sin embargo, por entre las mallas de esa pueril escena de amor cortés se cuela la negación expresa de Dios que formula Calixto al declararse no cristiano, sino “melibeo”. Melibea usurpa el lugar de Dios para este joven cuyo objetivo no es conquistar reinos sino el corazón de una muchacha. Objetivo nada fácil, porque se intuye desde el primer momento que más fácil es tomar Valencia a los moros que ganar el amor de Melibea. Es una escena de combate, una escena que recuerda la imagen medieval de los ejércitos que asedian una fortaleza, y los defensores que se escudan y defienden desde lo alto de una torre. Y ahí en lo alto está Melibea: la torre y el silencio son los lugares de Melibea. Es una doncella enclaustrada, pero fieramente desdeñosa. Conoce la superioridad de su estado. Sabe que ocupa una posición privilegiada porque su padre es rico, inmensamente rico. Sabe que es codiciada por ello. ¿Quién es Melibea? A ojos de Calixto, un objeto de adoración. Pero hay otros ojos que la miran. Ojos de mujer, ojos crueles, y que probablemente ven mejor. Cuand la describen, una casi puede visualizar un cuerpo medieval con la precisión de un retrato de Jean Van Eyck. De lo que esta muchacha se requiere ahora es su reacción frente al requiebro, el desafío, el deseo físico de un varón. ¿Cómo puede reaccionar ante ese acoso? ¿Cómo puede terminar considerando deseable a quien ella misma define como fantasma de noche, saltaparedes, luengo como cigüeña?

Calixto está preparado para empezar a languidecer de amor con su laúd en las manos, pero no por ello descuida el ataque, se prepara para el asedio. Necesita armas para tomar esa torre. ¿Qué armas? Ya no estamos en el tiempo de las fronteras: los territorios están tomados y en su mayoría pacificados. Esa torre se eleva sobre una ciudad que se prepara para crecer: no es un lugar de paso, no es el Burgos rural que atraviesa El Cid de camino a su destierro, acompañado de hombres dispuestos a seguirle hasta la muerte. En esa ciudad hay ya personas muy extrañas, gentes que se han independizado de las ataduras que ligan al vulgo con la nobleza. Y hasta los que siguen ligados a la nobleza parecen haber cambiado mucho. Los encontramos ya cuando Calixto vuelve a su casa y aparecen sus criados. Entre Calixto y sus criados persiste una jerarquía feudal, pero se ha perdido el ideal de fidelidad que había movido a los hombres del Cid, al esforzado Alvar Fáñez. Lo que encontramos ahora, y expresados con brutal sinceridad, son los sentimientos que realmente anidan en quienes son víctimas o beneficiarios. La envidia, los celos, la mezquindad, la codicia, el odio, la revancha. Lo que encontramos es la situación que da orígen a la existencia de tales sentimientos: la condición paupérrima de Sempronio y Pármeno, afanosos de jubones, de las dádivas que reparten las manos de su amo, recostado en la molicie de su amor platónico por Melibea. Pero fueran, en la calle, hay gente ya que no necesita de amos para sobrevivir: Sus negocios son diversos, actividades que dan de comer, que procuran el sustento sin pasar por el viático de una relación de dependencia. Uno de esos negocios, el más lucrativo acaso, es el de deshacer virgos y fomentar puteríos. Es todo un arte, y hay maestras consumadas en ese arte. Y una de ellas, la más excelsa de todas, es la que necesita Calixto para ganar su guerra, es el gran recurso de conquista. Por eso la escena del huerto era una trampa, un recurso de Rojas para despistar a los muchos lectores que a lo largo de los siglos creerían estar en presencia de una historia de amor. La obra empieza en realidad cuando el criado Pármeno se asoma a la ventana del cuarto de Calixto y ve avanzar por la calle a la vieja Celestina. ¿Quién? Celestina: una vieja puta y alcohólica. Y esa es la historia en realidad: porque “La Celestina” no es una historia de amor, es la historia de una puta vieja y alcohólica, un ser del arroyo que irrumpe con fuerza en la nobleza de una casa solariega. Con la fuerza de esa palabra puta martilleado sobre el texto por la boca de Pármeno, que sabe de qué habla. La intensidad del conflicto entre los dos amantes deja en segundo plano la relación entre Celestina y este hombre, Pármeno: y sin embargo la índole de estas relaciones es muy particular. Son tal vez las más interesantes desde un punto de vista humano. De Parmeno tenemos el cuadro de una infancia devastada: hijo de una puta alcohólica que sobrevivía miserablemente a la orilla del río, una puta que no tuvo a quien dejar su vástago al morir, sino a su amiga Celestina. Y ella, Celestina, había ocupado un papel de segunda madre en la vida de este Pármeno, este precedente de Lázaro de Tormes, que no ha conseguido borrar su rencor hacia ella. Nada indica mejor el carácter profundamente despiadado de Celestina que su actitud hacia este personaje seco y cínico. Lo considerará un enemigo, un obstáculo más para el logro de sus ambiciones, y lo eliminará como elimina a todos, aprovechando sus recursos: aprovechando la debilidad de Pármeno por Areusa, una joven puta a su servicio. Una víctima más de su juego hasta el momento del asesinato. Es el juego de siempre, el que siempre practica Celestina. Celestina es manipuladora, pero también independiente. Sabe que necesita de todo el mundo, pero también sabe sacar todo el provecho sin repartir con nadie. Controla a los demás en función de sus necesidades. Es experta en debilidades ajenas, y en utilizarlas para sus propios fines. No hay nadie a su alrededor que no manifieste una profunda debilidad de orden sexual. Es el puente por el que necesitan transitar todos para satisfacer un mínimo de necesidades. Todas las parejas están bajo su control. Los tiene a todos amarrados. Y termina por ser la beneficiaria final del sistema al que están sujetos todos los demás. Es un ser móvil dentro de un contexto inmóvil: la Casa de Calixto por un lado, la de Melibea al otro extremo. Cada una de esas casas es como una torre incomunicada. Sus habitantes nunca salen de ahí. Están encerrados en su orbe. Sus casas son el distintivo y la frontera de sus mundos. Pero Celestina va y viene continuamente de una a otra. Cada una de esas visitas es una tecla pulsada en los distintos niveles de la escala social. Y mientras camina, habla mucho consigo misma: una diálogo en el que se desdobla y nos hace claros y diáfanos sus pensamientos. Así entendemos que ella no necesita de nadie para este negocio, y que en el juego es ella quien va a marcar sus propias reglas. Tiene cartas vencedoras, cartas que nosotros no sospechamos, y que tampoco sospecha su principal antagonista en la forma de conducir el negocio, el criado Sempronio. Para Sempronio sería deseable un largo asedio, hasta que la pasión de Calixto empezase a languidecer, hasta que las dádivas se fuesen volviendo más y más escasas. Un asedio por cansancio. Le toma por sorpresa, como a nosotros, la estrategia de guerra relámpago que inicia Celestina, y que terminará por llevarla a la perdición. ¿Es o no es la estrategia correcta? No cabe pensar que Sempronio sospeche de las armas mágicas a disposición de Celestina para acelerar el proceso. Y Celestina las utiliza porque, en una guerra largo plazo, tendría que repartir mucho con Sempronio; por el contrario, una guerra relámpago le permite obtener, para ella sola, el máximo posible en un mínimo espacio de tiempo. Es el egoísmo de Celestina: aquí toda idea de solidaridad está fuera de lugar, es ya un individualismo mercantilista. Lo único que mantiene unidos a los miembros de esta pequeña sociedad celestinesca es que todos pueden sacar partido unos de otros: los criados, las migas que caigan de la mesa de Calixto y del delantal de Celestina; Calixto, los favores de Melibea. Son las leyes que rigen este nuevo mundo, y que exponen en su mosaico de mezquindades la crisis de valores que terminará por acabar con el mundo medieval. Anuncia un nuevo mundo que necesitará estipular otras leyes: nuevas leyes en función de un nuevo esquema de valores: porque, ¿qué ocurrirá cuando alguien se quede sin parte alguna del botín, con las manos vacías y la sensación de haber sido víctima de una traición que acecha en cada esquina, (porque todo el mundo está dispuesto a traicionar a todo el mundo). Se empieza a cener la sombra de la muerte. La sombra del crimen. Pero la muerte cobra un valor muy diferente cuando el valor de la vida humana se mide en dinero. Muy lejos quedan los tiempos del voto de lealtad feudad, las relaciones de interdependencia que habían estructurado un marco de interdependencia para los individuos pertenecientes a los tres estamentos de la sociedad medieval: ya es historia pasada, ligada a un mundo perdido. Los individuos tienen ahora un valor mercantil, y de ese valor dependen las relaciones que mantienen entre sí. Cuando Celestina planea quedarse con toda la parte del botín, empieza a cavar su propia tumba. Pagará con la muerte su deslealtad. Será la primera en morir. Y morirá asesinada: cuando los criados Pármeno y Sempronio hundan en su cuerpo los cuchillos.

Pero hay en el crimen de Pármeno algo más compulsivo que en el de Sempronio, pese a que lo cometan mano a mano, porque en Pármeno pesa la ira de la venganza contra un pasado intolerable. Existencialmente, Pármeno, por encima de caracteres más notorios, es el personaje más rico y mejor trazado de la obra. Es también el único cuyo pasado conocemos. Lo primero es en buena consecuencia de lo segundo. Y es que Rojas descubrió la importancia de la tercera dimensión. La Edad Media, como refleja la pintura de la época, había sido un periodo en dos dimensiones. En Celestina se abre la tercera dimensión del tiempo, necesaria para entender a los personajes: saber que no están aquí porque sí, sino que vienen de alguna parte, que algo les ha hecho ser como son. Es especialmente importante en el caso de Pármeno y de Celestina. Celestina viene de la calle, sale del arroyo, para elevarse a inusitadas cotas de poder: interpretar la fractura social de manera que la rica nobleza quede a merced de una vieja miserable es lo más fascinante y también lo más fantástico de la obra, más aún que sus artes mágicas y sus turbios manejos con el diablo. En este sentido, Celestina es una versión hispánica del Fausto. ¿Por qué la hemos convertido más bien en un negativo tardomedieval de la Señá Maruja? ¿Por qué no le hemos hecho nunca a ese mito las preguntas que se merece?

The Nile Hilton Incident

Sólo al final de “The Nile Hilton Incident” asoma un hilo rasgado de debilidad, con Nouredine encarando sin concesiones a su tío en los asientos traseros de un vehículo policial que se abre paso entre los enjambres airados de las multitudes en las calles de un Cairo a punto de estallar; todo lo demás es muy potente, las hechuras de quizá el más ambicioso thriller del año. Excelente sin duda, comiéndose a dentelladas la película, Fares Fares en el papel de detective en la segunda línea de las fuerzas del orden de Egipto, sobrino de un alto cargo de la seguridad del Estado, lleno de dudas en relación con la actitud que debe adoptar frente a una cantante, bailarina, asesinada en una habitación del hotel Hilton, junto al Nilo: o seguir la investigación y hundirla en el marasmo de la pasividad previa al archivo del caso, para no comprometer a un diputado acaudalado, o buscar apoyo en la rehén, la chica sudanesa que ha sido testigo del asesinato, y tirar de los hilos hasta localizar al diputado y llegar a descubrir que fue su propio tío el que cometió el asesinato. Todo ello contra el trasfondo de los disturbios iniciales y los tormentosos balbuceos de la primavera árabe en Egipto.
Fares Fares, actriz sueco de origen egipcio, como el director Tarik Aziz, tiene un poco el aire de un Ibrahimovic que hubiera leído mucho a Boris Vian, definido por la estrecha corbata que recorre su largo tórax, caudalosa y metafísica nariz, estrechos pantalones negros también. Corbata desgastada, largas noches de insomnio, una televisión que funciona horriblemente, peor aún que una televisión en Cuba, cigarrillo tras cigarrillo colgando de la boca (uno va descubriendo que esos cigarrillos no están ahí por placer ni por vicio, sino como una forma de acelerar una muerte que no sería mal recibida, que de algún modo se espera como un alivio, una desesperación que tiene mucho que ver con la foto de la mujer muerta que corona la mesita de noche de su caótico apartamento, y de la que en algún momento sabemos que ha muerto en un accidente de tráfico, fragmentos de información que el Nilo va depositando como sedimentos: un hombre que no intenta cambiar las circunstancias, se acomoda a ellas
Sueco su actor principal, Fares Fares, sueco Tarek Aziz, suecos que visitan el país de sus orígenes, Egipto, con una acuidad que en muchos momentos recuerda y evoca a Lawrence Durrell, porque la historia, muy genuinamente negra, en la tradición del negro clásico, tiene una potente base de glamour cinematográfico que remite a la Alejandría de Justine, y desde la distancia, también a los pesares de Michael Curtiz y Bogart en Casablanca. Cuando Nouredine entra en la habitación para entrevistar a la empleada de camas sudanesa que ha visto al asesino, el Cairo entero entra por esa ventana. Soledad de la chica sudanesa en un pasillo de hotel, con asesino, y una película que de pronto respira con el vago aroma mítico del Chinatown de Polanski; el asesinato queda anclado en un Nilo ancestral, el Nilo rojo que llega desde Sudán. Por la ventana de ese primer interrogatorio policial entra el sabor de una mañana en el Cairo, que de algún modo trae consigo el inmenso crisol de sabores que puede esperarse de un amanecer en el Cairo: ese Cairo durrelliano se hace posible en el club donde la muchacha interpreta su canción, la inmensa belleza de la lengua árabe, es una interpretación sublime, con el sabor de Casablanca, del gran cine norteamericano trasladado a escenarios árables. Fares Fares es sueco
Le Caire Confidentiel no hereda nada de esta tendencia. Inmersión urbana sofocante en un país en mutación en el que un flic corrompido se ve de pronto atrapado por su conciencia, ofrece una vision brillante de una sociedad gangrenada por la corrupción. Los ricos nos encierran en una caja dorada y ni siquiera con la llave es possible salir, dice una prostitute condenada a ese policía a este policía que, como ella, percibe demasiado tarde el aura mortuoria disimulada en un fajo de billetes que cae como por arte de magia entre sus dedos. El género negro y el horror cohabitan desde siempre, es flagrante en la muy Hermosa The Limehouse Golem, y en Mensaje del Rey (Fabrice de Welz) que penetra como en crescendo en las entrañas de un Los Angeles estilo Babilonia bajo influencia Hardcore de Paul Schrader. Ambos géneros se unen en un punto: personajes que no aguantan ya más. Cold Hell es el ejemplo más logrado. Serie B anecdótica , la película se ve dinamitada por la implicación de su actriz, Violetta Schurawlow, a la vez frágil y destructive, auténtica fuerza bruta que, por sí sola, justifica el premio del jurado concedido a esta película sorprendente. Jean Paul Rappeneau se confiesa sorprendido por la violencia del polar tal como apareció en Beaune. (Septième obsession)
Con este título que enarbola algo de James Ellroy en el Nilo, y su promesa de polar áspero que toma el pulso de la sociedad egipcia en vísperas de la destitución de Mubarak, uno tendría ganas de creer. La puesta en escena es prometedora, la intriga conecta diferentes medioss (hotels de alto standing a las casuchas donde sobrevive la comunidad sudanesa explotada) et algunos trazos sirven para reflejar la metropolis árabe como ciudad que no duerme nunca. Al contrario de lo que había logrado Pablo Trapero con El bonaerense (la comisaría como caja de resonancia de la crisis argentina de 2001-2002), el film apaga por sí mismo esta ebullición. Y prefiere desarrollar con una seriedad vaticana una intriga policial usuada: crimen que implica a un magnate inmobiliario, mujere fatales llenas de duplicidades y víctimas de su ingenuidad, jerarquía policial fácilmente corrompible e héroe estropajoso que recae (pese al charisma de Faries Fares. La revolución de 2011 no es más que un elemento de la decoración entre tantos otros (algunos secundarios agitados se mueven en el trasfondo). Nada personal emana de este producto finalmente oportunista y mundializado (coproducción germane-sueco-danesa) cuya única fuente de inspiración parece haber sido el flujo de imágenes de las cadenzas de información. Con una estructura clásica de película negra (un investigador corrompido cambia de campo y arriesga su vida por tomar el lado de las víctimas), Tarik Saleh logra un relato cautivador de Egipto en el momento de la primavera árabe. La corrupción ordinaria, la oposición entre los barrios pobres con su humanidad hormigueante y los ricos palacios internacionales, la inmunidad de los ricos y los elegidos frene al hartazgo de la población que baja a la calle: la descripción del context politico esta lleno de realidad, aún cuando el film fue rodado en Marruecos. La fotografía de Philippe Aim.
De manera que la película llega a las pantallas después de haber triunfado en Sundance, de haber maravillado en Berlín, de haber competido en Beaune con La cólera de un hombre tranquilo. Donde la vi. Ha resistido el paso del tiempo.

El caso Wilma Montesi

El fastuoso –y voluptuoso- barroquismo de la escena en la Fontana de Trevi, con la rotunda presencia rubia de Anita Ekbjerg fundida casi en éxtasis con las estatuas de Nicola Salvi, bajo el agua, ha terminado en gran parte por eclipsar el contenido de La Dolce Vita en favor del continente particular del segundo y fascinante episodio del cuarteto, en el que Marcello Mastroianni se rinde sin remisión a los encantos de la venus nórdica, antes de proseguir en los dos episodios posteriores su oscuro, en muchos casos atormentado deambular por un Roma enigmática, simbólica, en particular tras el suicidio de su mentor Steiner: la Dolce Vita, o la primera eclosión en pantalla de una forma de existencialismo inherente en particular a Roma.
Pero es bueno convocar un momento la presencia de Marcello Mastroianni, y de Anita Eckbjerg, y recordar su persecución juguetona, llamándose tierna y provocativamente el uno a la otra, mientras deambulan en medio de un dédalo de calles vagamente tétricas, jugando a perderse y a encontrarse bajo una luz fantasmal, una luz que juega extrañamente con el deseo, en una alquimia de larvado erotismo y cierta sospecha ectoplasmática: la inminencia de un fantasma que estuviera a punto de manifestarse. De pronto, como una sorpresa que invita a contener la respiración, emerge ante ellos la Fontana de Trevi – en una noche de Roma, hacia finales de los 50, después de la guerra, todavía con un sabor de posguerra. Y Anita Eckbjerg entra en el agua fresca de la Fontana como si la décima división acorazada de infantería acabara de desembarcar en Anzio.
Hay un júbilo bajo el agua, manos que la acarician, casi una revelación. Al final de la Dolce Vita esa relación con el agua se vuelve turbia y oscura. La película concluye en una playa a la que llegan al amanecer, para cerrar una noche de fiesta y orgía, una tropa de miembros de la jet set romana, ebrios, desdibujados por la irrealidad del lugar y las circunstancias: pero esa noche el mar ha devuelto a la orilla un monstruo marino, y Marcello Mastroiani es el único lo bastante sobrio como para percatarse de que en la playa hay también una muchacha, una muchacha fantasmal, que le mira desde una duna, al otro lado de un riachuelo, con una sonrisa triste y una infinita expresión de adiós. ¿Es quizá hacia esa muchacha hacia la que desvía la mirada para volver la cabeza hacia la cámara, cuando en el Alfa Romeo magnificado por la presencia de Anita Eckbjerg a su lado, abandona la Fontana de Trevi? ¿Hay realmente un fantasma atrapado en el metraje de La Dolce Vita?
Era el final de una película a la que ese año, 1960, el jurado del festival de Cannes, presidido por Georges Simenon, concedería la Palma de Oro. 1960 fue también el año en que apareció en la prensa, por última vez, el último artículo, firmado por Fabrizio Menghini, sobre la muerte de Wilma Montesi. Menghini seguía convencido de la culpabilidad del tío de la muchacha, insistía en que tenía contactos con redes de distribución de droga, o quizá él mismo era un distribuidor.
Fellini había recogido la historia de Wilma Montesi no tanto de los artículos de Menghini como de boca de Tazio Secchiaroli, fotógrafo cuyo inmenso talento empaña el despectivo término “paparazzo” con que pasaría a la historia, en cualquier caso el más notorio de los paparazzi que frecuentaban la Vía Veneto en los años gloriosos de finales de los cincuenta, comienzos de los sesenta, gran amigo y confidente de Fellini (además de excelente documentador de sus grandes rodajes, en particular Otto e mezzo). Probablemente Fellini procesó la historia como Ettora Scola describe a Fellini procesando sus historias en “Qué extraño llamarse Federico”: rumiándola y extrayéndole aristas simbólicas en sus largas deambulaciones de noctámbulo compulsivo por las madrugadas de Roma. Un fogonazo de paparazzo recibe a Anita Eckbjerg en La Dolce Vita cuando sale del avión en Fiumicino, y como fogonazos debieron ir abriéndose paso en la mente de Fellini las revelaciones de todo cuánto Secchiarolli había ido conociendo en Vía Veneto en torno al affaire Montesi, incluidas las revelaciones de la acusadora principal: Ana Maria Caglio.
Años más tarde Fellini declararía que había sentido la necesidad de hacer una película sobre la vida nocturna de Vía Veneto en aquellos años, pero es posible que en algún lado de su cerebro esa necesidad respondiese a una pulsión más profundo: la de resolver, al cabo de 8 años, y aunque solo fuera simbólicamente, el asesinato de Wilma Montesi, un caso que sigue irresuelto a día de hoy. Mastroiani encarnaría al periodista Fabricio Menghini que había alimentado con sus crónicas, desde el mismo día del descubrimiento, exhumación y análisis forense del cadáver, el morbo de toda Roma. Y en la película estaría encerrada toda la Roma que, de algún modo, había matado a Wilma Montesi.
Roma a través de los años. Un modo de acercarse a Wilma Montesi, a través de los años: el 13 de julio de 2017, el conocido diseñador Roberto Capucci aparecía en la Iglesia de Santa María del Poppolo para asistir al funeral de la actriz Elsa Martinelli, fallecida dos días antes: su aspecto de patricio romano, envuelto en el aura de la fama y la gloria cosechada tras medio siglo de creación de los modelos más exquisitos del siglo, devolvía como una exhalación restos del sabor de aquella Vía Veneto en la que había descubierto a la actriz, a Elsa Martinelli, en una tarde de 1955. Eclipsados 60 años, las fotografías de ese 17 de julio de 2017 en el Corriere della Sera, no firmadas por Tazio Secchiaroli (que murió en 1998), estaban impregnadas de marmórea melancolía romana, una luz que hubieran captado bien Georgione, Henry James o Joseph L. Manckiewicz.
Los periódicos trazaban la azarosa carrera de Elsa Martinelli, con su vago y leve aroma de Audrey Hepburn toscana: joven italiana de origen modesto cuya belleza alada y una gracia fogosa e innata la habían propulsado hasta el Olimpo de las estrellas, ya antes de que Kirk Douglas se la hubiera llevado en 1955 a Hollywood para interpretar a la joven sioux Onahti en “The Indian Fighter”, antes de que Mario Monicelli la hubiera convertido en la adorable Donatella, y también antes de que Orson Wells la enrolase para su versión de “El Proceso”, con Anthony Perkins, y Howard Hawks contase con ella para Hatari (y la música de “Walk of the Little elephant”, con Elsa Martinelli precediendo a las dos crías de elefante, de Henry Mancini, es la música por la que se pierden los primeros recuerdos de toda una generación de baby boomers).
Desde el sabor desconsolado de la belleza robada, la belleza perdida, lo insoportablemente efímero de la belleza, surgía con asombrosa acuidad la evocación de Wilma Montesi ese 13 de julio de 2017, y frente al cumplimiento solar y el disfrute de todo lo mejor que la vida puede dispensar, aparecía el recuerdo fúnebre de Wilma Montesi, que a tenor de las declaraciones de los testigos en el proceso por su asesinato, soñó, como tantas otras chicas de su generación, con una vida en el cine, una vida incandescente como la de Elsa Martinelli, a la que solo llevaba dos años, y lo único que obtuvo fue el beso frío de las olas que en la mañana del 13 de abril de 1953 acariciaron su cadáver en la playa de Tor Vajanica, cerca de Ostia, a apenas 40 kilómetros de Roma. No muy lejos del lugar donde 25 años después aparecería, masacrado, el cadáver de Pier Paolo Passolini.
Si en vida Wilma Montesi no pudo materializar su sueño de convertirse en actriz, su muerte sí tiene todos los elementos de un guión cinematográfico, y obsesionó a Roma durante años. Exterior día; amanecer: el cadáver de una muchacha, bellísima, aparece flotando en la playa de Tor Vajanica , a la orilla del mar. No era el 17 de julio de 2017, día en que una Wilma Montesi que hubiera cumplido su ciclo vital, como Elsa Martinelli, hubiera podido morir por causas naturales. Era el amanecer del 13 de abril de 1953, Wilma tenía 21 años, y su cadáver fue descubierto en las primeras claridades del alba por el albañil Fortunato Bettini, que tomaba un café en un establecimiento cercano antes de volver al trabajo en un edificio en construcción.
Wilma llevaba 16 horas fuera de su domicilio en la Vía Tramontina de Roma nº16, donde toda su familia la aguardaba angustiada. Era una joven hogareña que tenía pensado casarse en pocos meses con su novio, el policía Angelo Giuliani, transferido recientemente a Potenza.
La tarde anterior había rechazado una invitación de su madre y su hermana para ir a ver una película en el Leys, un cine cercano: la película era “La carroza de oro” de Jean Renoir, y un testigo de la familia recuerda haberla oído: “no me gustan ese tipo de películas, no me gusta Ana Magnani”. Jean Renoir quizá le hubiera salvado la vida; en lugar de eso, a las cinco y media de esa tarde de abril, la tarde antes de las vacaciones de Pascua, entró en el tranvía de Ostia, en dirección a un destino que, de reflejarse en película, hubiera estado más cercano a las dimensiones de Darío Argento, o al menos el cine negro americano que Wilma veía en el Cine Leys, y que sin duda le gustaba más que las películas de Ana Magnani. Mañana del 13 de abril de 1953, pues, playa de Tor Vajanica, y Wilma Montesi, de 21 años, cuyo fantasma reaparecería siete años más tarde, como atrapado entre los fotogramas de La Dolce Vita, está muerta ahí, para siempre.
Como incidente de crónica negra, la inaudita aparición de su cadáver alimentó alarma y especulaciones desde el primer momento. Los lectores en español tuvieran noticia a los pocos días, a través de una crónica en la que Gabriel García Márquez, a la sazón corresponsal de “El Espectador” en Roma, describía con precisión de escalpelo todos los pormenores relativos a la aparición del cadáver y el análisis forense, y cómo a la luz de esas informaciones la “questura” de Roma se había inclinado por archivar el caso, considerando que la joven había sufrido una indisposición letal mientras caminaba a la orilla del mar, donde había acudido para remojar sus pies, ya que en el talón del pie derecho sufría un eccezema que le provocaba importantes trastornos.
Entre abril y octubre de 1953, la vida de los ciudadanos de Roma habían transcurrido sin más sobresaltos que las tensiones habituales entre la Democracia Cristiana, el Partido Comunista; en el verano de ese año se rodó la película “Vacaciones en Roma”, con Gregory Peck y Audrey Hepburn – una pariente cercana de Wilma Montesi había intervenido en la película como figurante.
Pero como historia policial, el caso Montesi empezaría en realidad 6 meses después de su muerte, en octubre, cuando un artículo publicado en una revista mundana, Attualità, recién creada por un joven periodista llamado Silvano Muto, venía a echar por tierra toda la versión oficial sobre la que se había apoyado la policía para archivar el caso bajo la conclusión “una desgracia personal”.
El caso había venido coleando, cada vez más diluido y disperso, en la prensa. Fabricio Meneghini había administrado especulaciones, rumores.
El artículo publicado en octubre por la revista de Silvano Muto produjo un shock sísmico: proponía una versión totalmente alternativa, basada en testimonios directos de testigos que habían presenciado “el crimen”, daba nombres. Atribuía la responsabilidad del crimen a un turbio personaje relacionado con la alta sociedad romana, un tal Ugo Montagna, organizador de fiestas y orgías en un palazzo, Capotonda, cercano a la playa en la que había aparecido el cadáver de Wilma, y a un compositor y músico de jazz, Piero Piccioni, habitual de las soirées y también de las orgías organizadas por Ugo Montagna , en el decurso de una de las cuales Wilma habría consumido una mezcla letal de drogas y alcohol que le habría provocado la muerte

La acusación contra Montagna y Piccioni se basaba en el testimonio de dos personas. La primera era Adriana Concetta Bisaccia, “la existencialista”. Un alma problemática (ambiciones de actriz, un aborto reciente que la había llevado a desplazarse a Roma; como secuelas de su aborto sufriría dolores tan intensos que buscaba consuela en la morfina y otras drogas, para procurarse las cuales frecuentaba un establecimiento, “Il baretto”, en Via del Babuino, donde habría encontrado a personas como Piccioni (el músico de jazz, hijo del prominente político cristianodemócrata Attilio Piccioni), que la habrían introducido al grupo de Capocotta. Adriana declaró al periodista que había participado con Wilma en una orgía en Capocotta, en la que habrían participado también nombres conocidos de la nobleza de la capital e hijos de algún político de relieve. Según la chica, Wilma Montesi había ingerido un cocktail letal de drogas y alcohol y, a continuación, había sufrido un grave malestar del que se habría derivado la muerte. El cuerpo exangüe habría sido transportado a la playa por algunos de los participantes en la orgía, donde en efecto fue encontrado la mañana del 11 de abril de 1953. Mencionaba a Piero Piccioni como uno de los participantes en la orgía mortal.
Más compleja es la declaración, y también la personalidad, de la segunda parte acusadora: Maria Augusta Moneta Caglio, “El cisne negro”. Descendiente de una familia patricia de Milán (entre la que se cuentan notables emprendedores y un premio nóbel de la paz), Maria Augusta Moneta Caglio intentaba labrarse un futuro en el cine, en el momento de los hechos. En Roma se había convertido en amante de Montagna, en torno al cual gravitaba la alta sociedad romana.
Maria Caglio, antes de la publicación del artículo, había hablado ya con el fiscal Siguranti dos veces. Declaró al periodista Muto que Montesi se había convertido en la nueva amante de Montagna. Tras su asesinato, había vuelto a Milán. Consciente de los riesgos que corría al hablar sobre el caso Montesi, había buscado protección en un amigo sacerdote. A instancias de su tío, había consignado una memoria de los hechos a este sacerdote jesuita. En ella confirmaba la responsabilidad de Piero Piccioni y de Montagna: habrían sido ellos los que portaron el cuerpo de Wilma a la playa para despistar a los investigadores. Había enviado una copia también al Papa.
Fue así como estalló el escándalo Montesi, que al año siguiente llegaría a socavar las bases mismas del Estado italiano. En marzo de 1954 el jefe de la policía de Roma, Tomaso Pavone, se vio obligado a presentar su dimisión; poco después, con aplauso del pueblo romano (que había empezado a ver la historia como una afrenta de la élite contra la gente común) se nombró a un nuevo juez instructor. A medida que las acusaciones cercaban cada vez más férreamente a su hijo, Piero, Attilio Piccioni, ministro de exteriores y cabeza de una tendencia en la democracia cristiana contraria a la dirección de Amintore Fanfani, se vio obligado a presentar su dimisión. El 21 de septiembre de 1954, tras haber instruido los 90 tomos de la investigación, el juez Sepe dictó orden de arresto contra Piero Piccioni, y también contra Ugo Montagna. Junto a ellos, el juez citó a juicio a Saverio Polito, jefe de la policía de Roma, por negligencia deliberada en la instrucción de los hechos. Piero Piccioni ingresó inmediatamente en la cárcel de Regina Caeli, de donde salió bajo libertad condicional un año después, en 1955, una vez que el juez Sepe concluía los 500 folios de la acusación contra Piccioni, Montagna y Polito. Solo en diciembre de 1956 se designó la ciudad donde serían juzgados: Venecia. El 20 de enero de 1957, tres años después del asesinato, se inició el proceso en el caso Wilma Montesi.
El proceso duró seis meses. Piero Piccioni basó su defensa en la coartada de que la noche del crimen había estado cenando con la actriz y amiga Allida Vali (protagonista de películas como El tercer hombre o El proceso Paradine), lejos de Roma; Ana María Moneta Caglio se reafirmó en sus acusaciones, y declaró que Montagna estaba al frente de una red de tráfico de estupefacientes; el periodista Meneghin desvió la atención hacia el tío de Wilma Montesi, acorralándolo en la red tejida por investigaciones en las que había trabajado durante años.
La coartada Allida Vali funcionó: en mayo de 1957, Piero Piccioni quedó absuelto. Las condenas recayeron en realidad sobre los acusadores: Ana María Moneta Caglio y Silvano Muto, por difamación.
No se depuró ninguna conclusión sobre el asesinato de Wilma Montesi: en este sentido, el caso sigue irresuelto, podría abrirse en cualquier momento.
Muy resumidos, estos son los hechos esenciales en el caso Montesi. El lector que desee profundizar en las vastas implicaciones sociales, políticas, jurídicas y culturales del caso Montesi dispone de una amplia bibliografía. Tres libros compiten por contar la historia desde tres perspectivas diferentes (la universitaria (estudios culturales), el periodismo de difusión, la criminalística, y han sido utilizados en este escueto sumario: Stephen Gundle ha explorado la relación entre el caso Montesi y el universo de La Dolce Vita, y su libro está disponible en español, editado por Seix Barral: “La muerte y La Dolce Vita”, año de publicación, 2012. Karen Pinkus, profesora de la Universidad del Sur de California, ha narrado todas las implicaciones del caso en forma de un ameno, profundo y sugestivo pastiche de guión en “The Montesi Scansal”. Pasquale Ragone en “La verginità e el potere” ha actualizado la bibliografía sobre el caso con información desclasificada en años recientes y su libro data de 2015. Quien quiera conocer más sobre el influjo de los paparazzi en la cultura italiana de la época, o las implicaciones políticas – una posible trampa tendida desde el mundo jesuítico contra Attilio Piccioni, a través de su hijo, para apartarlo de su influencia en las líneas maestras de la democracia cristiana que gestionaba la evolución de la posguerra italiana, encontrará en dichos volúmenes la respuesta a numerosas preguntas. Es muy interesante también el ensayo de Hans Magnus Enzensberger sobre el caso Montesi en su volumen de ensayos “Política y delito”, del que es posible consultar un amplio extracto en la web “Criminalia”. Enzensberger cita textualmente la declaración de Ana María Caglio del 4 de marzo de 1954 ante el juez Sepe, cuando el caso era objeto de revisión ante el Tribunal, tras el artículo aparecido en la revista Attualità:
“una noche de abril del año pasado, cuando Ugo Montagna y yo nos disponíamos a sentarnos para cenar, sonó el teléfono. Piero Piccioni estaba al aparato. Pidió a Ugo que fuera urgentemente a ver al jefe de policía para arreglar el asunto. Ya era tarde, aproximadamente las nueve y media, y yo confiaba que Ugo no saldría aquella noche. Pero me instó a que terminara de cenar rápidamente y luego fuimos en coche al Viminal, sede del Ministerio del Interior, dejando el coche aparcado al lado derecho de la entrada. Al momento apareció Piero Piccioni, hijo del ministro de Asuntos Exteriores, y estuvo hablando con Montagna durante largo tiempo, mientras paseaban juntos, caminando arriba y abajo. Yo permanecí en el interior del coche. Luego entraron en el edificio del Ministerio y, aproximadamente al cabo de media hora volvieron a salir. Piccioni estaba visiblemente nervioso, mientras que Ugo daba la impresión de estar más seguro de si mismo. Piccioni se despidió y Ugo subió al coche, al tiempo que me decía: Bien, la cosa ya está arreglada. Entonces le pregunté cómo lo había conseguido y, más tarde, comenté: No me parece bien. Si Piero ha dado un paso en falso, que pague por ello, por muy hijito de ministro que sea. Al oír esto Montagna, colérico, me gritó: él nada tiene que ver con lo ocurrido. Cuando murió Montesi, él estaba en Amalfi con Alida Valli. Enseguida me di cuenta de que no era cierto lo que Ugo me estaba diciendo y le repliqué: Él no podía estar en Amalfi porque te ha llamado desde Roma. Me dijo con voz pausada: Oye, pequeña, me parece que sabes demasiado. Un cambio de aires te sentará bien. Lo mejor sería que te fueras a Milán una temporada. Luego añadió que si no me iba por las buenas, él se encargaría de que la policía me desterrara. Comprendí que lo mejor era mantener la boca cerrada. Esto que digo ahora es lo mismo que declaré al juez de instrucción, quien me aconsejó que me apartara todo lo posible del asunto y no interviniera en el proceso, consejo que repitió en varias ocasiones”
Esta declaración de Ana María Caglio, que provocó grandes murmullos, un tumulto y un ruido indescriptible en la sala, fue básicamente la que envió a Piero Piccioni a la cárcel de Regina Coeli.
Curiosamente, por exhaustiva que resulte la bibliografía citada, ninguno de los autores se detiene lo suficiente a considerar que Piero Piccioni fue la primera y única persona inculpada directamente por el asesinato de Wilma Montesi, el único en pagar por la muerte de Wilma Montesi, y una vez que aparece su nombre, tanto en la historia, como en esta breve reseña del caso, todo adquiere una nueva dimensión. Al menos este autor quisiera entrar brevemente en la dimensión de Piccioni, porque si algo falta en el caso Montesi es una valoración de la grandeza como músico de jazz y compositor de melodías para películas de Piero Piccioni, su presunto asesino.
La música de Piccioni pone toda la historia bajo una luz diferente, y esa es la razón principal de la escritura de este artículo. Cuando Piccioni murió en julio de 2004, dejó detrás un legado increíble: la partitura de más de 300 películas. Ver el caso desde la perspectiva de su música es obligado cuando uno empieza a obsesionarse, por ejemplo, con los acordes de su melodía para una gran película de Lina Wertmüller, “Travolti di un insolito destino nel azurro mare di agosto”, de 1975 . Piccioni puso música a la vida de todo un período de la República italiana, un país en el que la democracia cristiana adoptaba la máscara del poder para desactivar la poderosa emergencia del partido comunista, un país que se contagió de una gran aceleración económica en los sesenta, y que siempre supo encerrar su vida íntima en fábulas musicales llenas de sabor.
En “La notte brava”, de Mauro Bolognini, una de sus primeras composiciones tras salir de la cárcel, Piccioni borda una de sus columnas más logradas. Todo parece estar en estado de gracia en esta obra maestra: la imaginación visual de Bolognini, con un frenesí de ballet perfectamente sincopado y orquestado que recuerda, y supera, las melodías de Leonard Bernstein, la garra con la que se enfrentan todos los actores al guión de Pier Paolo Passolini: una Elsa Martinelli por la que ya habíamos pasado al inicio de este artículo que se complementa como anillo al dedo con Ana Marial Lualdi en el papel de dos prostitutas hermanadas en el odio y la complicidad para arrebatarle un botín a dos gángsters interpretados por Laurent Terzieff y Tomás Millian. Cine poderoso para una inolvidable fábula de arrabal.

Resulta en cierto modo estremecedor visualizar “El asesino” (1961), de Elio Petri, con guión de Tonino Guerra, a la luz del caso Montesi : Petri y Guerra empezaban a socavar las bases del neorrealismo con una estremecedora película policial que parecía servida por la historia vivida en carne propia por la persona que servía la potente banda sonora de esta joya secreta del cine negro italiano. Volvemos a encontrar a Mastroianni. Son tensas e intensamente contrastadas las luces de la madrugada en que Mastroianni, un anticuario que será acusado de haber matado a su amante, vuelve a casa, entra en la sala, se despoja de su abrigo y pone en marcha un tocadiscos: del tocadiscos emerge desafiante y rabiosa, a la vez que aparecen en pantalla los títulos de crédito, la incisiva música de Piccioni, un Piccioni que solo pudo leer el guión como el desamparado reflejo de un calvario personal. Durante el juicio de Venecia había declarado a un periodista: “es imposible explicar el tormento de ser considerado un asesino”. Se conserva una foto suya a la salida de una de las vistas en el Tribunal Superior de Justicia, enero de 1957. Aparece en ella, contra el trasfondo en blanco y negro de los canales y de la arquitectura veneciana, rodeado de policías y agentes de seguridad, hirsuto y tenso, más como un abogado – y había estudiado y terminado la carrera de derecho- que como músico de jazz. Saldría absuelto, pero le quedaba una deuda por saldar: expresar con su música el tormento de haber sido durante cuatro años sospechoso de un asesinato, y haber purgado un año de cárcel por ello. Todo eso está, sintetizado, lacónico, extremadamente expresivo, en la inquisitiva y sinuosa columna sonora de “El asesino” (1961), que sería posible calificar de excelente muestra de “crime jazz” y que a su vez acompañará el discurrir de la historia, no exenta de ironía y algún toque de comedia: el esfuerzo de Mastroianni por convencer al comisario Palumbo de que no fue él el asesino de la señora Matheis. Con aplomo y seguridad lo consigue, pero la escena final de la película es desarmante y arroja un vuelco de inquietud sobre todos los argumentos presentados, todos los diálogos mantenidos, todas las pruebas aportadas. Piccioni iba a vivir por mucho tiempo en la posibilidad de ese vuelco. Le encontraremos cuatro años más tarde, en 1965, en otra colaboración magistral con Elio Petri.
Entre tanto Piccioni se rehízo: continuaría una colaboración con Francesco Rossi que había iniciado con I Magliai en 1959 y que ya no se interrumpiría. Rossi no podía prescindir de Piccioni: estaba obsesionado con su música, no podía permitir que ningún otro compositor metiese mano en sus películas. Y Piccioni desplegó para Rossi todo su arcoiris musical: desde sus potentes acordes de crime jazz en Lucky Luciano, Las manos sobre la ciudad, El caso Mattei, hasta el lirismo desaforado y sofocante de Cristo se detuvo en Eboli o su adaptación de la Crónica de Una Muerte Anunciada, de Gabriel García Márquez – García Marquez no había profundizado nunca en la segunda parte de la historia de Wilma Montesi. En 1962, su composición para la versión italiana de Le Mépris, de Jean Luc Godard, eclipsaría a la propia banda original de Georges Delerue, y hoy es casi imposible disociar a la Camille interpretada por Brigitte Bardot de la tierna melodía de Piccioni.
En 1965 Piccioni compone la banda sonora para La décima victima, de Elio Petri. Es una película sorprendente: más comprensible hoy, quizá, de lo que debió serlo en su momento. Basada en un relato corto de Robert Sheckley, al que la película le gustó tanto que decidió retomar el relato para convertirlo en una novela, inspirada a su vez en la película de Elio Petri. Firman el guión Ennio Flaiano y Tonino Guerra. Ursula Andress incendia la pantalla en cada plano, infinitamente más sexy que en Doctor No, el primer Bond de dos años antes. No está menos sexi Elsa Martinelli, en el papel de amante de Marcello, pero también asesina psicódelica que con un atuendo de Barbarella o Modesty Blaise da caza a sus víctimas entre las ruinas del Foro Romano. Mastroianni demuestra tanto aplomo como el que podría mostrar Michael Caine con un planteamiento semejante. Encontramos de nuevo al viejo equipo. Y la guerra de guerrillas que Petri, Guerra, Piccioni y Mastroioanni venían desarrollando contra los postulados del neorrealismo se convierte en un desafío clamoroso: nos trasladan a un escenario de ciencia ficción con decorados de psicodelia que Petri maneja con un talento visual de auténtico orfebre. A nivel visual la película es una impecable obra maestra del pop art. En el argumento subyacen elementos de Orwell. Y la banda sonora consagra a Piccioni como un maestro de la psicodelia. Los años 60 le vienen como anillo al dedo a Piccioni. Encuentra la sintonía perfecta para conectar con la década del LSD, las drogas, la liberación sexual, las atmósferas libérrimas, evanescentes, los contrapuntos de espirales y perspectivas hacia el infinito de Rothko o Jasper Johns. Su orquestación para La décima víctima no desmerece de un lugar en la discoteca junto a los Beatles, o la Velvet Underground. Piccioni estaba por entonces en los cuarenta, pero los 60 parecen llegar a él como el objetivo alcanzado de toda una vida, como una liberación. Y su música se libera. Libera también a quien la escucha. En la partitura de La décima víctima juega con espirales irónicas y socarronas de sonido, contrapuntos inesperados, una inmensa capacidad de seducción. Bajo su apariencia futurista, la película encierra una profunda reflexión, demoledora, sobre la sociedad de consumo y la deshumanización. Habla de una sociedad que ha liberado al asesinato de toda sanción penal, autorizándolo bajo un juego extremadamente regulado (el ojo masónico aparece omnipresente en la película) en el que existen cazadores y cazados. A Ursula Andress, una asesina americana, Catherine en la película, se le ha asignado el papel de cazador, y la víctima a la que debe abatir es un italiano extremadamente frío, un tipo cool que no se dejará cazar fácilmente, encarnado por un Mastroianni que demuestra aquí una versatilidad asombrosa. El lugar para la caza es Roma. En Roma les espera el “Vals en espiral” de Piero Piccioni, que de algún modo había vivido todo eso: el juego con la vida y la muerte, la legalización del asesinato como un juego de rol entre humanos, encuentran plena comprensión en la música de Piccioni. La socarronería de Tonino Guerra consigue que en muchos momentos el drama se tiña de alta comedia.
Y no deja de ser curioso que Petri, o Piccioni, nacidos a finales de los años 20, 30, comprendan y asimilen tan bien la cultura pop de los nacidos inmediatamente después de la segunda guerra mundial. Cabe señalar que si para estos últimos la cultura pop es el medio mismo, Petri llega a ella, como Antonioni o Visconti, como elemento para una reflexión. A lo largo de las décadas siguientes, Piccioni seguiría componiendo muchas más columnas musicales lisérgicas, para entornos de cocktail lounge de la alta sociedad.
Si Wilma Montesi hubiera seguido viva, ¿hubiera evolucionado también hasta convertirse en una chica ye yé? ¿Habría disfrutado la visión de La Décima Víctima en el cine Leys, cerca de la casa de sus padres? Imposible saberlo porque a ella le correspondió el papel de primera víctima. Y hay un salto cualitativo que no es fácil sortear: su asesinato parece ligado indefectiblemente a un blanco y negro de neorrealismo. Imaginarla atravesando el largo pasillo de su casa, ajustándose su estrecha falda, dirigiendo una última mirada hacia el reloj de la portería, donde las agujas se acercan a las cinco de la tarde –el tiempo justo para coger el tranvía hacia Ostia, obliga a recurrir mentalmente a los encuadres de Rosellini y a los tics de Ana Magnani, que no le gustaban. ¿Fue al palazzo de Ugo Montagna aquella tarde de abril de 1953 porque en el entorno del marqués, con invitados como Piero Piccioni que tocaba su jazz seductor para los invitados de la jet set, se vivía ya en 1953, con apoyo de drogas y alcohol, una atmósfera de años 60?

Piccioni siguió encontrando melodías mágicas, llenas de un extraño encanto. Son muy hermosas sus composiciones para “Ti ho sposato per allegria”, una adaptación de Luciano Salce sobre la pieza teatral de Natalia Ginzburg; es inolvidable la entrada de los vibráfonos y batería en L`attico, de Gianni Puccini. Aún podía superarse a sí mismo y componer la que quizá es su obra maestra: “Travolti da un insolito destino nello azzurro mare di agosto”, para la película del mismo título de Lina Wertmüller, ya de 1975, en plena madurez. Música para un lounge fabuloso, en un lugar fuera del espacio y del tiempo, para ilustrar el lado milagroso de una Italia capaz de generar mafia y Maserattis o Ferraris, a partes iguales, un vermuth único en un lugar del crepúsculo. Parece como si Picionni lo hubiera dicho todo con su música sobre 60 años de la República Italiana: su música, más que Morricone y la prestigiosa nómina de compositores italianos de los años 60 y 70, encierra la policromía perfecta para reflejar todos los avatares de la historia italiana. En las películas que musicó está lo mejor y más renovador del cine de una Italia que se industrializaba, que abandonaba el campo por la ciudad, que emigraba, que se enfrentaba a la mafia o el terrorismo, que deliraba bajo efectos del LSD. En la música de Piccioni para esas películas está siempre el tono perfecto, la melodía inolvidable. Es curioso que en muchas de ellas se repita una constante argumental: la historia de una joven hermosa que desea acceder a la alta sociedad, sin ser capaz de traspasar el férreo muro tras el que se protegen los miembros de una nobleza negra romana de vieja estirpe.
A los acordes de uno de esos hermosos temas de Piccioni, rescatados hoy gracias a youtube, podemos ir acercándonos al final.
Y en el final hay un gran palazzo señorial, sumido en la niebla de la campiña italiana, a 60 kilómetros de Milán.
Piero Picioni fue el sospechoso principal del asesinato de Wilma Montesi. Y así lo sostuvo hasta el final de su vida Anna María Moneta Caglio, su acusadora. Anna María Moneta Caglio, encerrada en una niebla como de película de Puppi Avati, durante décadas, en la gran casona familiar de Caponago donde fallecía el pasado 13 de febrero de 2016, a los 86 años de edad. 60 años antes, había “atormentado” a Italia con sus indiscreciones sobre el caso Montesi. También ella había querido ser actriz, una foto de la época la rescata bailando en una noche de Via Veneto con el paparazzo Tazio Secchiarolli. Se sabe que llegó a protagonizar una película titulada, simbólicamente, “Ragazza de Via Venetto”. Después se había retirado, para siempre.
En el largo crepúsculo de la soledad y el olvido, a los periodistas que se acercaban a su puerta, y con los que accedía a una declaración, les repetía siempre, a media voz, y con una voz cada vez más apagada: “el asesino fue Piero Piccioni”.