Al cabo de treinta años traduciendo para instituciones oficiales y para editoriales, puedo decir que la palabra más exacta para definirme profesionalmente es “traductor”. La irrupción de estudios universitarios que han venido enmarcando la actividad profesional de traducción desde la década de los 90 ha definido más y mejor esta actividad. Pero cuando un estudiante de filología traducía desde la década anterior, movido sobre todo de un gusto por la literatura, no era fácil demarcar el concepto. Me licencié en filología hispánica en la Universidad de Oviedo en 1987, llevaba una traducción de Lawrence Durrell conmigo, España había ingresado en la Unión Europea en 1985, lo que había generado una necesidad inmediata de traductores. Exámenes convocados por la Comisión para paliar esa necesidad, y superados, terminarían por decantarme hacia la traducción sin abandonar nunca el interés por la literatura y otros ámbitos (el cine, la historia).
Cinco años en Bruselas, 10 en Madrid, otros 10 en Luxemburgo, han ido dejando atrás un flujo de experiencias y lenguas, de libros y palabras. Siempre que aparece en el horizonte la sombra de la especialización en un campo determinado, he preferido hacer las maletas y pasar a otra lengua. Y a todo lo que otro lengua tiene de distancia y extrañamiento. Las lenguas con las que trabajo en la actualidad son el inglés, el francés y el alemán, a la vez que intento sacar adelante, hacia la edición, un libro en croata de Edo Popovic.
Este es mi primer intento de presentación en la web, y la mejor manera de hacerlo es con uno de los autores sobre los que he trabajado, quizás aquel del que guardo más afecto: James McClure.
(era en 2005)